El Papa presidió ayer la Vigilia Pascual en la Basílica de San Pedro y bautizó a 8 catecúmenos. En su homilía aseguró que “celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no deja de irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y paralizadores determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús venza esa pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta sepultar todo tipo de esperanza”.
Homilía del Santo Padre
Esta celebración la hemos comenzado fuera... inmersos en la oscuridad de la noche y en el frío que la acompaña. Sentimos el peso del silencio ante la muerte del Señor, un silencio en el que cada uno puede reconocerse y que cala hondo en las hendiduras del corazón del discípulo que, ante la cruz, se queda sin palabras.
Son las horas del discípulo enmudecido frente al dolor generado por la muerte de Jesús: ¿Qué decir ante esta realidad? El discípulo que se queda sin palabras al tomar conciencia de sus reacciones durante las horas cruciales en la vida del Señor: ante la injusticia que condenó al Maestro, los discípulos guardaron silencio; ante las calumnias y el falso testimonio que sufrió el Maestro, los discípulos callaron. Durante las horas difíciles y dolorosas de la Pasión, los discípulos experimentaron de forma dramática su incapacidad de «arriesgarse» y de hablar en favor del Maestro. Es más, lo negaron, se escondieron, se escaparon, se callaron (cfr. Jn 18,25-27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra entumecido y paralizado, sin saber adónde ir ante tantas situaciones dolorosas que le agobian y rodean. Es el discípulo de hoy, mudo ante una realidad que se le impone haciéndole sentir y −lo que es peor− creer que no se puede hacer nada para revertir tantas injusticias que viven en su carne nuestros hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso en una rutina aplastante que le roba la memoria, silencia la esperanza y lo acostumbra al «siempre se ha hecho así». Es el discípulo callado que, abrumado, acaba acostumbrándose y considerando “normal” la expresión de Caifás: «¿no os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación?» (Jn 11,50).
Y, en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan contundentemente, entonces las piedras empiezan a gritar (cfr. Lc 19,40) y a dejar sitio al anuncio más grande que jamás la historia haya podido contener en su seno: «No está aquí, ¡ha resucitado¡» (Mt 28,6). La piedra del sepulcro gritó y en su grito anunció para todos un nuevo camino. La creación fue la primera en hacerse eco del triunfo de la Vida sobre todas las realidades que intentaron callar y enmudecer la alegría del Evangelio. Fue la piedra del sepulcro la primera en saltar y, a su manera, entonar un canto de alabanza y de entusiasmo, de alegría y de esperanza al que todos somos invitados a participar.
Y si ayer, con las mujeres, contemplábamos «al que traspasaron» (Jn 19,36; cfr. Za 12, 10); hoy, con ellas, somos invitados a contemplar la tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: «no tengáis miedo… ha resucitado» (Mt 28,5-6). Palabras que quieren tocar nuestras convicciones y certezas más hondas, nuestros modos de juzgar y enfrentar los acontecimientos que vivimos a diario; especialmente nuestra manera de relacionarnos con los demás. La tumba vacía quiere desafiar, movilizar, cuestionar, pero especialmente quiere animarnos a creer y a confiar en que Dios «pasa» en cualquier situación, en cualquier persona, y que su luz puede llegar a los rincones más inesperados y más cerrados de la existencia. Resucitó de la muerte, resucitó del lugar del que nadie esperaba nada y nos espera −al igual que a las mujeres− para hacernos participar en su obra salvadora. Este es el fundamento y la fuerza que tenemos los cristianos para gastar nuestra vida y energía, nuestra inteligencia, afectos y voluntad en buscar y especialmente en generar caminos de dignidad. ¡No está aquí… ha resucitado! Es el anuncio que sostiene nuestra esperanza y la transforma en gestos concretos de caridad. ¡Cuánto necesitamos dejar que nuestra fragilidad sea ungida por esta experiencia, cuánto necesitamos que nuestra fe sea renovada, que nuestros miopes horizontes se vean cuestionados y renovados por este anuncio! Él ha resucitado y con Él resucita nuestra esperanza y creatividad para enfrentar los problemas presentes, porque sabemos que no estamos solos.
Celebrar la Pascua, significa creer que Dios irrumpe y no deja de irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformistas» y paralizadores determinismos. Celebrar la Pascua significa dejar que Jesús venza esa actitud pusilánime que tantas veces nos asedia e intenta sepultar todo tipo de esperanza.
La piedra del sepulcro hizo su parte, las mujeres del evangelio hicieron su parte, ahora la invitación va dirigida una vez más a vosotros y a mí: invitación a romper la rutina, a renovar nuestra vida, nuestras decisiones y nuestra existencia. Una invitación que se dirige a donde estamos, a lo que hacemos y a lo que somos; con la «cuota de poder» que poseemos. ¿Queremos participar en este anuncio de vida o seguiremos enmudecidos ante los acontecimientos?
Hermanos y hermanas, ¡no está aquí; ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita a volver al tiempo y al lugar del primer amor y decirte: ¡No tengas miedo, sígueme!