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Aparecerán muchos artículos y comentarios sobre el reciente Congreso Mundial de las Familias celebrado en Madrid; y el Encuentro Mundial de las Familias que estos días está teniendo lugar en Milán. Y cualquier consideración que reafirme la riqueza humana y divina de la familia formada por un hombre, una mujer y su descendencia, será muy bien venida.
El comentario de estas líneas es un hecho, muy sencillo y muy al alcance de cualquiera; y, a la vez, uno de esos acontecimientos normales y sencillos, que encierra toda la riqueza de una fe y de una fidelidad humana y divina.
La muerte era ya vida entre las flores de las zonas ajardinadas del cementerio de Pozuelo.
Durante más de quince años, un hombre —hoy cumple 87 años— toma un autobús en Carabanchel bajo a las 7 de la mañana, para llegar, después de tres cambios de transporte público, a una residencia de ancianos en Pozuelo.
¿Quién le espera allí?
Día a día, a lo largo de estos largos y breves quince años, esperaba la llegada su esposa, diez años menor que él, que iba paulatinamente siendo dominada por el alzheimer. Desde hacía tres años, ya no reconocía a nadie, y tampoco a su marido.
El hombre sí sabía quién era aquella mujer, y a su modo se comunicaba con ella. La atendió cada día, la contempló a lo largo de los quince años esperando la mínima reacción del rostro, de los ojos, de los labios, de la mujer. A veces, esbozaba alguna oración con ella, que ella dejó de responder desde hacía ya tiempo.
Cada día, entre las 8 y media y las 9 de la mañana, el hombre se presentaba en la Residencia, saludaba a las monjas, se recogía un momento en el oratorio de la residencia, y subía a hacer compañía a su esposa. En una de esas mañanas, hace apenas una semana, su esposa lo recibió muerta.
Entre las flores del cementerio de Pozuelo, el sacerdote rezó y bendijo la sepultura, dio indicación a los sepultureros que introdujeran el ataúd en el nicho, y rezó las oraciones pidiendo a Dios el eterno descanso del difunto.
Al lado del hombre, una nieta de nueva años con síndrome Down, que había recibido la Primera Comunión el mismo día de la muerte de la abuela, le miraba y le sonreía.
Los sepultureros terminaron su trabajo al compás del canto de la Salve. Las cuatro monjas que dirigen la Residencia quisieron acompañar así a la difunta hasta su morada eterna.
El hombre, sintió el peso de la ausencia, de sus 87 años, de su soledad, y, recordando quizá los sesenta años de amor y de fidelidad en familia, comenzó a llorar en silencio, mientras los obreros cerraban la tapa del nicho, y colocaban las últimas coronas de flores.
«¿Qué haré ahora?», se preguntó en voz baja, pero lo suficiente bien articulada para que nieta la oyese. «Me tienes que acompañar a Misa, abuelo». La pequeña consiguió expresarse bien, y el hombre asintió con un ligero gesto de cabeza.
El hombre se dirigió a la iglesia paso a paso. Ya sabía que sus idas y venidas desde Carabanchel bajo hasta Pozuelo, no terminarán nunca más en la Residencia. Seguiría caminando hasta el Cielo, y rezando el rosario, como hacía con su mujer. Ella ya encontraría el camino para decirle que estaba a su lado.
Se paró un instante, dio gracias a Dios por haber cumplido la promesa de fidelidad en las alegrías y las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida. Sonrió a la nieta, y juntos se sentaron en un banco al fondo del templo, cuando el sacerdote salía de la sacristía hacia el altar.
Ernesto Juliá Díaz
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