Frente a la fenomenología de los falsos profetas actuales y sus diversas mentiras, se impone la necesidad del discernimiento
No es fácil añadir nada sobre este tiempo litúrgico fuerte en la vida de la Iglesia, que enlaza, como es sabido, con los cuarenta días de Jesús, de oración y ayuno en el desierto, antes de comenzar la vida pública.
Cuando escribo estas líneas, el papa Francisco está fuera de Roma, cumpliendo con la tradición de hacer unos días de ejercicios espirituales, junto con miembros de la Curia vaticana. Porque la Cuaresma cristiana no es algo externo, como el Ramadán, sino intensificación de vivencias interiores y de sacrificio por los demás: tiempo de metanoia, de conversión, arranque de toda acción apostólica, desde las mismas páginas de los Evangelios.
Desde hace mucho tiempo, los pontífices romanos acuden a una cita anual con los cristianos a través del mensaje para la Cuaresma. Al recordar criterios tradicionales, actualizan el espíritu con aplicaciones concretas para cada momento histórico.
El papa Francisco ha mostrado la rara y brillante habilidad de combinar sinónimos de alegría para titular los más importantes documentos de su pontificado. Pero este año ha elegido como tema un texto aparentemente distinto, aun con el deseo de “ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia”: una expresión de Jesús en san Mateo: “Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría” (24,12).
Recuerda el contexto del discurso escatológico en Jerusalén, precisamente en el monte de los Olivos. Al responder a una pregunta de sus discípulos, “anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio”.
Frente a la fenomenología de los falsos profetas actuales y sus diversas mentiras, se impone la necesidad del discernimiento, conscientes de que la Iglesia, “además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno”.
Las palabras de Francisco evocan una vez más el eco del énfasis de Benedicto XVI sobre la gratuidad, en la vida de la propia alma y en la apertura hacia los demás. No se trata de la frágil “cultura de la gratuidad” tan cultivada entre los usuarios de las nuevas tecnologías, sino de la profundización en el significado del don, frente a los excesos del do ut des, también en la vida familiar y social.
El papa se dirige a los católicos y a los hombres de buena voluntad, que tratan de escuchar a Dios: “Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos”.
Tras descripciones realistas, un tanto duras, se impone la actitud esperanzada y optimista, que recuerda textos del Año de la Misericordia: “Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo”.
De ahí la importancia particular del sacramento de la alegría, al que tiende, en un contexto de adoración eucarística, la iniciativa “24 horas para el Señor”. Como recuerda Francisco, en 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirada en las palabras del Salmo 130,4: “De ti procede el perdón”. “En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental”.