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La tendencia a inmiscuirse en los asuntos internos de las religiones recuerda las viejas formas de regalismo estatal de las monarquías absolutistas, esto es, la tendencia del poder civil de dirigir y controlar los asuntos internos eclesiásticos
Ofrecemos a nuestros lectores, en la sección Observatorio Jurídico, un artículo de nuestro colaborador habitual Rafael Navarro-Valls, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Esta vez aborda los desafíos actuales a la libertad religiosa.
Con muy pocos días de diferencia, dos pronunciamientos sobre libertad religiosa se han producido en Estados Unidos. El primero (Our First, Most Cherished Liberty: A Statement on Religious Liberty, 14.III.2012 ) proviene del Comité Especial para la libertad religiosa de la Conferencia Episcopal Estadounidense. El segundo (In Defense of Religious Freedom. A Statement by Evangelicals and Catholics Together, 16.III.2012), es el fruto de un trabajo conjunto de intelectuales evangélicos y católicos.
Lo que me ha sorprendido es la coincidencia en la denuncia sobre el déficit de libertad religiosa en Estados Unidos, no solamente en países no democráticos. Es natural que la declaración de los obispos gire en torno a Estados Unidos. Lo que ya no es tan natural es que también las personalidades evangélicas y católicas, en buena parte, se refieran al mismo habitat geográfico.
Problemas de intolerancia y discriminación en Occidente
Coinciden de algún modo con el diagnóstico que acaba de hacer Máximo Introvigne. El prestigioso sociólogo, localiza cuatro grandes áreas de discriminación en materia de libertad religiosa: las zonas donde crece el radicalismo islámico, “y que no se corresponden, por supuesto, con todos los países islámicos”; los etnonacionalismos, con especial atención a India y Sri Lanka, “donde se confunde la defensa de la identidad nacional con la religión”; los totalitarismos comunistas “como Corea del Norte, país que vive una situación dramática en derechos humanos”; y, por último Occidente, “donde existen problemas de intolerancia y discriminación”.
Probablemente la razón de la coincidencia radique en que se está extendiendo en la política interna norteamericana, y en zonas del Occidente europeo, la idea de que la libertad religiosa más que proteger la libertad de conciencia y religiosa, de algún modo se entiende como la promoción del exilio de la religión en la vida pública. Algo así como una condena del hecho religioso a quedar confinado en las catacumbas sociales.
La administración Obama y la libertad de conciencia
El detonante de esta firme reacción ha sido la política de Obama contraria a la libertad de conciencia. La Iglesia, desde el principio, rechazó la posibilidad de aplicar una norma civil que facilita servicios anticonceptivos obligatorios en las instituciones confesionales y también en las de inspiración cristiana, amparándose en el derecho a la libertad religiosa que recoge la Constitución de Estados Unidos. Posteriormente, la regulación sanitaria pretendió dulcificarse. Pero la realidad es que solamente ha dejado un margen estrecho para la objeción de conciencia, al reconocer como única excepción las instituciones religiosas que la ley tipifique como tales. Así, por ejemplo, queda exenta de aplicar la norma sanitaria una parroquia, pero no una escuela, un hospital o una universidad católicos. Como ha dicho el cardenal de Nueva York Timothy Dolan en una entrevista a The Wall Street Journal, “Lo que nos parece inconcebible como católicos y sobre todo como americanos es que un departamento del gobierno se dedique a definir hasta dónde llega o no el cuidado pastoral de la Iglesia”.
Nunca los obispos estadounidenses han estado tan unidos en torno a una cuestión. Probablemente porque lo que está en juego es la propia libertad de las confesiones para autoorganizarse, una zona minada en la que el Gobierno no puede inmiscuirse salvo caer en viejos esquemas de presión regalista.
La autonomía interna de las confesiones: una zona minada
Esta especie de “regalismo laicista” ha sido recientemente rechazado por dos instancias nada sospechosas de clericalismo. Me refiero al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) y el propio Tribunal Supremo de Estados Unidos.
Para el primero (caso Fernández Martínez c. España, 17 abril de 2012), las comunidades religiosas existen tradicional y universalmente bajo la forma de estructuras organizadas. Cuando la libertad de organización de una comunidad religiosa se cuestiona, entra en acción el artículo 11 de la Convención de Derechos Humanos que “protege la vida asociativa contra toda injerencia injustificada del Estado”. Esa autonomía es “indispensable para el pluralismo de una sociedad democrática”. Es más, se encuentra “en el corazón mismo” de la protección otorgada por la Convención. El TEDH concluye afirmando que el derecho de libertad religiosa es de tal entidad que “excluye cualquier intento de apreciación por parte del Estado acerca de la legitimidad de las creencias religiosas o de sus modalidades de expresión”.
Por su parte, el Tribunal Supremo norteamericano (en una decisión que ha sorprendido por su unanimidad, Hosanna-Tabor Evangelical Lutheran Church and School v. equal employment opportunity Commission, 11 enero de 2012) contundentemente ha defendido que bajo el “principio de libertad religiosa contenido en la Primera Enmienda de la Constitución americana, subyace la prohibición de interferencia gubernamental en los asuntos internos de los diferentes grupos religiosos”.
El nuevo regalismo laicista
En ambos casos se debatía la autonomía o no de las confesiones religiosas (en la primera, la Iglesia católica, en la segunda, la Iglesia anglicana) para nombrar o cancelar el nombramiento de profesores de religión que contravenían con su actitud los principios morales de dichas confesiones. Por encima de la cuestión concreta en litigio, tanto en las aludidas declaraciones norteamericanas y en la jurisprudencia mencionada, lo que está vigorosamente defendido es la autonomía de las confesiones religiosas. Dicha autonomía presenta un interés directo no sólo para la organización de la propia comunidad, sino también para el efectivo disfrute por la totalidad de sus miembros de su derecho a la libertad de religión. Si la organización de la vida de la comunidad no estuviera protegida, los otros aspectos de la libertad de religión del individuo se harían frágiles.
Efectivamente, la tendencia a inmiscuirse en los asuntos internos de las religiones recuerda, como he dicho, las viejas formas de regalismo estatal de las monarquías absolutistas, esto es, la tendencia del poder civil de dirigir y controlar los asuntos internos eclesiásticos, en especial, en materia disciplinar. Lo que fue una manifestación del Estado de resabios más o menos teocráticos (desde las monarquías bizantinas y medievales a las austriacas o españolas del XVIII), se convierten en formas de intervención ideocráticas. Al conformarse el Estado en una especie de tierra de nadie, apta para ser colonizada por cualquier ideología con vocación de religión, se corre el riesgo de que la sociedad civil, una vez ideológicamente plasmada, se torne refractaria a todo otro influjo y, por tanto, intolerante. Esta intolerancia, proyectada por la larga sombra del nuevo regalismo laicista, explica la contundencia de las reacciones aquí reseñadas.
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