A nadie se le escapa que una de las grandes riquezas del matrimonio es la suma de dos personalidades, que no es una suma aritmética sino más bien una progresión geométrica
Como el título de esta entrada (que tomo prestado del blog homónimo y muy recomendable de Pilar Velilla Flores) sugiere, una de las grandes ventajas del matrimonio en relación con la educación de los hijos es que somos dos. Esta afirmación parece una perogrullada, pero si uno la analiza con atención, no lo es tanto. Como todas las cualidades, esta de la dualidad puede corromperse y acabar siendo una caricatura de sí misma, lo que se produce cuando uno de los dos hace dejación de su compromiso familiar y se inhibe de la dirección y gestión de lo doméstico. En ese caso, la ventaja degenera en desventaja, lo que era ganancia se transforma en pérdida y amenaza con provocar un grave quebranto para los hijos. Como afirmaba Tomás de Aquino, corruptio optimi, pessima (la corrupción de los mejores −y de lo mejor− es lo peor). Trataré hoy solo dos aspectos que me parecen evidentes.
La primera consecuencia de la dualidad matrimonial (para que nadie se llame a engaño, hablo del matrimonio como unión entre un hombre y una mujer) es la diferencia sexual. Nuestros hijos aprenden de manera espontánea y vivencial, sin necesidad de grandes discursos argumentales, que su padre y su madre no son cada uno de ellos una totalidad, sino una polaridad sexual, que se han necesitado mutua y complementariamente para generar la vida que él ha recibido. Esta experiencia genera una sabiduría prudencial en nuestros hijos que amortigua el embate continuo del constructo intelectual de la ideología de género radical y su confusión entre identidades sexuales.
Ahora bien, la premisa para que esto se produzca de manera efectiva es la presencia de los padres, del padre y de la madre, porque su ausencia dificulta y enturbia la asimilación por parte del hijo de la diferencia de roles y de modelos masculino y femenino. Nuestros hijos necesitan tener bien cerca, de manera palpable, cognoscible e imitable, un modelo de varón y un modelo de mujer ante quienes contrastar las indiferenciadas propuestas andróginas que les ofrece (hoy, más bien, impone) la sociedad. Y esto es particularmente importante en la preadolescencia y la adolescencia, períodos en que van afirmando su identidad sexual, e incluso antes.
La segunda cualidad matrimonial que quería comentar es la diferencia de estilos mentales y afectivos. A nadie se le escapa que una de las grandes riquezas del matrimonio es la suma de dos personalidades, que no es una suma aritmética sino más bien una progresión geométrica. En efecto, no vamos al matrimonio a anular sino a sumar personalidades. “Si mi marido se anula, ¿qué me queda para amar?”, se pregunta Marta Brancatisano en “La Gran Aventura”. Es fácil que venga a la memoria el recuerdo de algún genio universal que, llegada la vejez y después de haber anulado por completo la personalidad de una mujer consagrada generosamente a su admirado esposo, henchido de su enorme ego, se olvida de ella y se va con otra que le alegre la vejez.
No es este el camino. Al contrario, interesa que cada cónyuge crezca como persona todo lo que sea capaz con la ayuda del otro, porque ese crecimiento mutuo es lo que enriquece al matrimonio, aunque implique un mayor esfuerzo en la construcción del espacio común y personal.
Pero lo que ahora me interesa destacar es que nuestros hijos también tienen derecho a ese crecimiento en equilibrio de la personalidad de su padre y de su madre. Y no solo al crecimiento, sino a su implicación, más aún, a su compromiso en la dirección y gestión de la familia y de lo familiar (no hace falta recordar aquello del plato de huevos con chorizo, en el que la gallina se ha implicado, pero el cerdo…, el cerdo en verdad se ha comprometido).
Cada uno de nosotros tenemos nuestro estilo afectivo y mental, y nuestros hijos tienen derecho −¡sí, derecho!− a que ambos estilos, el de su padre y el de su madre, se hagan presentes en condiciones de igualdad, con la misma fuerza e intensidad. Es evidente que algunos hijos se parecerán más al padre y otros más a la madre, ya sea en los ritmos, en los afectos, en las capacidades, en las tendencias o en cualquier otro aspecto de la personalidad.
Pues bien, si uno de los padres se inhibe y no se corresponsabiliza en el establecimiento de los criterios, pautas, límites, instrucciones, modos de actuación, actitudes, etc., que han de regir su familia, habrá un grupo de hijos, los que más se parezcan a ese progenitor, que siempre irán a contracorriente, mientras que el resto, los más parecidos al progenitor que lleva la batuta, irán siempre a favor de la corriente. Unos tenderán a estar más incómodos con el funcionamiento de la familia, mientras que los otros estarán en su salsa. Los más bohemios disfrutarán cuando dirija el progenitor más flexible, mientras que los más disciplinados descansarán con el programa metódico del otro progenitor.
Se mire por donde se mire, la conclusión es siempre la misma, la del título del blog de mi amiga Pilar: es un proyecto para 2 (¡y mucho más!…).