Una auténtica participación en la vida social, de acuerdo con las posibilidades y los deseos de cada ciudadano, es una aspiración sentida y vivida por todos
El respeto a la libertad de las personas pide contar con todas ellas a la hora de sumar voluntades y esfuerzos para lograr el bien común.
Esto es una consecuencia de la subsidiaridad: el Estado y las demás entidades políticas no tienen por qué suplantar la iniciativa de los individuos aislados o asociados entre sí.
Participar no es sólo un derecho sino también un auténtico deber de aportar la propia contribución al bien de todos (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1913-1917).
La participación política, económica y cultural es una dinámica que se dirige desde la base hasta la cúspide, y no al revés. A veces gobiernos dictatoriales hablan de participación del pueblo, pero una participación gerenciada y controlada desde arriba: Te participo que voy a hacer esto o lo otro.
Es necesario favorecer la participación sin servirse de ella de un modo demagógico, de manera que las áreas del poder están abiertas para todos. Hace falta promover la alternancia de los dirigentes políticos, a fin de evitar los privilegios ocultos y los monopolios de hecho, que excluyen a quienes no pertenecen a esas minorías (Cf. Pontificio consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 189).
En la práctica la mayor o menor participación es lo que define la calidad de la vida democrática: responde a las mejores aspiraciones de los ciudadanos para ejercer con libertad su propio papel, y es una de las mejores garantías para la vigencia y permanencia de la democracia (Cf. San Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, n. 278).
El gobierno democrático ejerce poderes y funciones en nombre y a favor del pueblo, lo cual indica que toda democracia debe ser participativa.
Como la gestión directa de los asuntos públicos es especializada, corresponde a unos pocos: no todos a la vez pueden gobernar. Lo cual indica que también la democracia debe ser representativa, y que una democracia sólo participativa es una mentira demagógica: en la gestión del líder estaría condensada toda la participación.
Una auténtica participación comporta que los diversos sujetos de la sociedad sean tenidos en cuenta: informados, escuchados e implicados según sus posibilidades en la prosecución del bien común (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46).
Para lograr una adecuada participación hay que tener en cuenta el contexto histórico y social, y los obstáculos culturales y jurídicos que se le oponen. Y requiere una labor informativa y educativa (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1917).
Cuando las formas de participación son insuficientes o incorrectas se difunde el desinterés por lo que se refiere a la vida social y política. Todo se reduce, si acaso, a emitir de vez en cuando un voto, a no ser que prevalezca la abstención (Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 30-31).
Es especialmente preocupante la situación de países con un régimen dictatorial o totalitario, donde el pleno derecho a la participación se considera como un atentado a la vida misma del Estado (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 44-45). También el exagerado crecimiento de la burocracia impide el expedito derecho de la participación ciudadana (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 15.
Rafael María de Balbín
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