“No paro de darle vueltas a cómo aquí, cuando algunos nos ponemos ‘solidarios’, −además de sentirnos ‘satisfechos’− hacemos sonar… demasiada calderilla. Y deberíamos dar hasta que duela”
Lo sabes. No me hace falta confesarlo. En este blog, a veces, te escribo cuentos. Hay en mi bitácora más de uno; y de dos. Me viene, por ejemplo, a la memoria el Cuento de Semana Santa.
Lo que hoy te traigo a Dame tres minutos no es precisamente un cuento… de Navidad.
Es algo que realmente ha sucedido. Y hace bien poco.
Felisa y su marido, Rafa, me insisten en que te subraye que a veces tenemos ángeles a nuestro lado; aunque no siempre seamos capaces de verlos.
Ellos me lo explican y yo te sitúo:
Cuando ya está muy cerca el Niño de Belén. Ese al que nadie quiso dar cobijo.
Felisa y Rafa estaban charlando con varios de sus hijos en el salón de su casa. A la espera de que llegara −desde Santander, donde trabaja− la benjamina de la familia: Clara.
El sonido del portero automático irrumpió en su conversación.
Rafita (Rafa, hijo) se apresuró hacia el pasillo y descolgó el auricular. De ahí, se fue directo a la puerta de entrada y la abrió.
Cuando le preguntaron quién había llamado por el interfono, Rafita respondió con cierta displicencia: “Creo que era Clara; haciendo el ganso, como siempre…”.
“¿Cómo que ‘creo’? ¿No os he dicho nunca que no abráis sin saber quién es?”, señaló Felisa.
“Además, es imposible que sea Clara, añadió uno de los hermanos. Me comentó que no llegaría antes de las siete y media ni de flay…”.
Así que Rafa, Rafa padre, mitad por precaución, mitad por curiosidad, se levantó de su sillón y se dirigió a la puerta de entrada, ya abierta de par en par…
Llegar allí y darse de bruces con una señora, de enormes dimensiones y aspecto oriental, fue todo uno.
Le dio la impresión de que se trataba de una mendiga. Y Rafa pensó para sí: no deberíamos haber abierto abajo; no deberíamos haber abierto arriba; no le voy a…
¿Está señora Felisa?, se atrevió a preguntar, de forma temblorosa y entre estornudos, la mujer.
Rafa, asombrado, no pudo sino reaccionar con un “Sí, sí; pero entre, entre, que la llamo ahora…”.
Y alzó la voz: ¡Felisaa!
¡Anna!, exclamó la esposa al llegar al vestíbulo. Pero, ¿se puede saber qué haces en pijama y zapatillas con este frío?
Y Rafa, incrementando su desconcierto, pensó: pero ¡cómo puede decirle a la pobre mujer que qué hace en pijama! Si viene de la calle, ¡no va a venir en pijama!
Que aquello que llevaba la tal Anna −intentaba convencerse Rafa− bien podía ser un pantalón de franela. Que hoy en día, con tantos y tan peculiares estilos… Y se acordaba de esos vaqueros llenos de rotos de alguna de sus nietas…
Y Rafa se preguntaba: ¿habría ofendido Felisa a la buena mujer? No tenía, Rafa, nada, pero que nada claro, que aquello fuera un pijama…
La que sí que lo tenía era Felisa: aquello era un pijama; más que un pijama, “el pijama”. El mismo que, junto con las zapatillas que calzaba Anna, le habían regalado precisamente ella y su amiga María con ocasión de esas fechas.
Y eso, en el marco de la labor de apoyo que una y otra llevaban a cabo en la parroquia: hoy con una inmigrante, mañana con un joven refugiado, pasado con una persona sin empleo ni recursos…
Pero volvamos a la historia:
La mujer, por fin, pudo explicarse entre tos y tos.
Eran sus primeras semanas como empleada de hogar. Un contrato que Felisa y María le habían conseguido a Anna.
Ésta, sola en la casa de la familia que se había hecho con sus servicios, salió un momento a barrer el tramo de acera que daba a su portal.
Y en la calle estaba cuando una ventolera de aire le dio con la puerta en las narices. ¡Sin haber tenido la precaución de llevar consigo las llaves!
Pasó una hora, y pasaron dos… y hasta casi seis. Con un frío… invernal.
Alguien, que la vio tosiendo y tiritando, la urgió a que buscase cobijo, porque corría serio riesgo de agarrarse una pulmonía.
La parroquia, que era el principal referente de Anna, le quedaba bastante lejos.
Sin embargo, la mujer pudo recordar dónde −bien cerca− vivía ‘señora Felisa’. Y eso que solo había estado en una ocasión en su casa. Precisamente, el día que la mujer de Rafa y la amiga de esta le regalaron… el pijama y las zapatillas.
Esa era: la misma casa en la que ahora se encontraba. Después de que un “ángel de la guarda” hiciera: que Rafita abriera el portal sin preguntar; que Rafa padre no cerrara la puerta de su piso, “como debiera haber hecho a un desconocido”; y con la fortuna de que ‘señora Felisa’ estuviera en casa (pues era la única persona de toda la familia que sabía de quién se trataba…).
Y fue así que Anna −envuelta en una manta que le puso Felisa sobre los hombros− pudo recuperar la temperatura. Tras tomarse, eso sí −además de un ibuprofeno−, un tazón de leche caliente con miel. Y tras dar cuenta de un buen trozo de bizcocho de chocolate. A ver si las calorías le daban calorías…
Al cabo de un rato de charla en el salón, y después de varios intentos fallidos, Felisa logró contactar telefónicamente con la familia que había contratado a Anna. Hecho lo cual, y explicada la situación, acercaron a la buena mujer, en coche, hasta su domicilio. Rafa al volante y Felisa de copiloto y GPS: Rafa, gira a la izquierda; Rafa, no vayas tan rápido, Rafa, aparca ahí.
Y ahí, ahí fue donde Anna se despidió. Toda agradecida y una vez que le abrieron la traicionera puerta del que era su nuevo −y reciente− hogar.
Felisa, pareciendo adivinar a Rafa su pensamiento, le comentó: “Que conste que he estado a punto de invitarla a cenar con nosotros. También para ella es Nochebuena. Si no lo he hecho es porque estoy convencida de que cenará con su nueva familia… Y para Anna es mejor así”.
Rafa no dijo nada. Sabía que Felisa tenía un instinto especial y, si ella decía que cenaría con su nueva familia, seguro que así sería.
De vuelta a casa, un Rafa un punto ufano sintió en su interior un cierto orgullo, me confesaba. Una especie de: “No somos mala gente. Buen ejemplo para los hijos. Hemos hecho una obra de caridad con esta pobre mujer. Y en Navidad…”. Y marcó −metafóricamente hablando− una nueva muesca en la culata de su ‘fusil de buenas acciones’.
Al cabo de diez o doce días sin noticias de Anna, la buena mujer volvió a presentarse, ya no en pijama, pero también sin previo aviso, en casa de Felisa. Rafa no estaba.
De hecho, cuando este regresó del trabajo, Felisa le comentó: “Anna ha vuelto a venir”.
Rafa, extrañado, preguntó: ¿Se le ha cerrado otra vez la puerta?
Felisa le respondió: ¡Anda, Rafa! La sorpresa ha sido mayor. Y me he quedado más helada y aturdida que lo que vino ella el día de Nochebuena…
“Anna venía a traer la mitad de su primer sueldo”.
Me decía que sabe bien cuánta gente está pasándolo muy mal. Y que ella, ahora que ya gana, quiere colaborar ayudando a alguna familia necesitada a la que conozcamos en la asociación. Naturalmente, no le he cogido ni medio euro. Ante su insistencia, la he remitido a Don Serafín… Tendrá criterio para manejar el tema.
Rafa se quedó muy pensativo. Le daba vueltas a la enorme generosidad de quien apenas tiene nada para sí… y es capaz de compartir la mitad de ese poco (y de ese todo) con alguien a quien ni conoce.
“No paro de darle vueltas a cómo aquí −comentaba Rafa a su mujer−, cuando algunos nos ponemos ‘solidarios’, −además de sentirnos ‘satisfechos’− hacemos sonar… demasiada calderilla. Y deberíamos dar hasta que duela”.
¿Conoces el vídeo?
Todo esto no es un cuento. Es bien real. Y me dicen Rafa y Felisa que quieren que dure… mucho más allá de Navidad.
¿Te importa compartir? Me refiero al post… De lo otro, ¡no lo dudo! Compartir es amar…
Un abrazo, muchas gracias y… ¡mis mejores deseos!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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