No hay nada plenamente humano que no pueda amasarse con lo divino
¿Quién no quiere ser feliz? La experiencia dice, sin embargo, que no todos lo consiguen. Comprobamos cada día, en la propia vida y en las ajenas, desazones y desgarros, existencias carentes de armonía. Una discordancia íntima entre, por una parte, la plenitud ilimitada a la que tendemos, el ansia de absoluto, de realización trascendente y duradera; y, por otra, la realidad cutre del día a día, sembrada de zozobras, de tareas prosaicas, de miseria, de frustración. «Todo lo cotidiano es mucho y feo», escribió Quevedo. Poesía y prosa a la greña. Como si en nuestra vida hubiera dos yoes: el aventurero de absoluto, de plenitud, de cielo; y el cínico y rastrero, abocado a hozar en cuanto goce depare la tierra. Total, ya que hemos caído en la ratonera, vamos a comernos el queso, que diría Luis Landero.
¿Alguna salida airosa a esta disyuntiva? Escapatorias y salidas en falso, a montones. A diario las vemos: hay quien absolutiza el dinero («no hay un ídolo que rebaje más al ser humano que el dinero», escribe Zeldin), la salud, el placer, la belleza, el éxito. Y quema incienso sin cesar en el altar de su ídolo. Porque un sí absoluto a algo se alimenta de muchos noes a todo lo demás, ya sea familia, lazos de amistad, la propia conciencia o hasta el mismo Dios. Pero la realidad termina siempre castigando al fugitivo.
Nuestros ídolos son buen termómetro de nuestra escala de valores. ¿A quién idolatramos más? Quizá a quien más goles mete, más pasta gana, más música vende, más cuota de pantalla alcanza, más corean los medios… A quienes el mercado más encumbra para, a veces de súbito, dejar en caída libre.
Si en otros momentos de la historia la cultura dominante ofrecía bases firmes sobre las que levantar la propia vida y la convivencia social, hoy, rotundamente, no es así. Como ha escrito Adam Zagajewski, vivimos «en un mundo desgarrado, en un mundo donde los valores vitales básicos están hechos trizas»; donde no es fácil encontrar un mínimo de referentes plausibles que poder compartir.
Asombra y oxigena leer hoy confesiones como la de Christian Bobin: «Lo que amo en una persona no es su belleza ni su fuerza ni su ingenio; es la inteligencia del lazo que ha sabido anudar con la vida». Tal vez tendríamos que valorar más a quienes consiguen engranar con tino la prosa y la poesía de la vida; lo caduco y lo trascendente; aunque esas personas no sean estrellas rutilantes, porque, como anotó Thoreau, «el héroe es normalmente el más sencillo y oscuro de los hombres».
Me gusta recordar que el camino para ese logro, es decir, el de casar tierra y cielo, quedó ya abierto hace dos mil años, cuando Dios Hijo se hizo carne, como la de cualquiera de nosotros, en el seno de una chiquilla de una aldea perdida de Palestina. Si supiéramos realmente lo que decimos cuando confesamos creer que Dios se hizo hombre, se produciría un vuelco radical en nuestras vidas, a lo Saulo de Tarso. Desde entonces, siglo i de nuestra era, desde el instante de la Encarnación, ha quedado expedita la senda para que la carne y el espíritu puedan vivir en armonía. Siempre, claro, con la armonía alcanzable «en este valle de lágrimas».
No hay ya, pues, nada plenamente humano que no pueda amasarse con lo divino. Lo más prosaico ha dejado de estar reñido con lo más sublime. San Pablo lo dejó esculpido: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Es una idea que fascinó a Josemaría Escrivá, quien pregonaba que se habían abierto «los caminos divinos de la tierra». Tuve la suerte de estar en el campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967, hace cincuenta años. Quizá no fui del todo consciente de la relevancia de lo que decía aquel sacerdote. Pero el eco de esas palabras no se ha apagado en mis oídos: «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria…».
Si el mítico rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, el cristiano atesora la inaudita facultad de orlar con un baño de luz todo lo que sale de sus manos.
Manuel Casado Velarde es catedrático de la Universidad de Navarra, Instituto Cultura y Sociedad.