No me refiero al anhelo natural de superación, sino a ese impulso patológico que va mucho más allá de lo necesario para la seguridad futura personal
El tulipán llegó a los Países Bajos desde Turquía en el siglo XVI. El suelo arenoso holandés, ganado al mar, resultó ser muy bueno para su cultivo, que pronto se extendió por todo el país. Todos apreciaban la belleza de las flores de tulipán, les encantaba a los botánicos y a los pintores, y enseguida fue un símbolo de prestigio y de distinción.
Pronto los horticultores consiguieron que los tulipanes monocromos pasaran a ser multicolores, y entraron en una carrera de exotismo que fue elevando progresivamente su precio. Las variedades más raras eran bautizadas con nombres de personajes ilustres y en la década de 1620 los precios se dispararon.
Poco después, los comerciantes vieron que podían vender los bulbos que se obtendrían de la siguiente cosecha, mediante un documento que reconocía ese derecho futuro sobre ellos, cuando florecieran. Se formó lo que hoy conocemos como un mercado de futuros, con su consiguiente facilidad para alimentar la especulación. Comprar títulos de propiedad de bulbos para venderlos a los pocos meses y sacar un buen margen de beneficio se convirtió en un lucrativo negocio. Se publicaron extensos catálogos, y mucha gente, atrapada por la codicia, pidió créditos e hipotecó sus bienes para especular con bulbos de tulipán.
En 1637, una mala cosecha provocó las primeras tensiones. El 5 de febrero, un lote de tulipanes se vendió a casi 1.000 florines cada bulbo, cuando el sueldo de un holandés medio era de unos 150 florines al año. Fue la última gran venta especulativa. Al día siguiente se puso a la venta otro lote a un precio similar, pero ya no hubo comprador. La burbuja estalló. Los precios cayeron en picado, todo el mundo vendía y nadie quería comprar. Se habían contraído enormes deudas para comprar bulbos que ahora no valían nada. Fue una de las más sonadas burbujas especulativas de la historia, que nos recuerda a las más recientes del pinchazo de las puntocom, de los sellos, o de las hipotecas subprime, donde también quedaron atrapados miles de pequeños ahorradores.
Gracias a que el tulipán era aún un producto no demasiado abundante, aquel castillo de naipes no tuvo un efecto global. Los gremios afectados supieron reaccionar con un sistema de quitas, indemnizaciones y contratos de opciones con el que lograron que aquel desastre no acabara de golpe con todos ellos. El efecto sociológico, en cambio, fue bastante más profundo y duradero. Una planta que solo servía para adornar los jardines de los ricos durante dos o tres semanas al año, se había convertido artificialmente en el producto más caro del mercado. Quizá por ello, pese a que el estallido de la burbuja no fue catastrófico para el conjunto del país, la «locura de los tulipanes» se convirtió en un símbolo de los peligros de la codicia incontrolada.
La codicia es un afán desmedido por poseer siempre más. Pueden ser deseos de acumular poder, prestigio, atractivo, fama o dinero. No importa lo que ya se tenga, la codicia es insaciable, siempre quiere más. Es como el agua salada, cuanto más se bebe más sed da.
No me refiero al anhelo natural de superación, sino a ese impulso patológico que va mucho más allá de lo necesario para la seguridad futura personal. Algunos sugieren que la codicia puede proceder del instinto de acumulación, verificado en muchas especies para almacenar comida más allá de las necesidades actuales o de eventuales requerimientos futuros, y manifestada como tendencia al apropiamiento y la retención. Otros piensan que esos patrones de comportamiento tienen su origen en la infancia, donde seguramente faltó afecto, o existió un aferramiento a lo material como lo único capaz de controlar, manejar o dominar.
En todo caso, hay que tener cuidado con los codiciosos, puesto que son personas que priorizan todo según su interés particular y en detrimento de los demás. Tienen más facilidad que otros para justificar la deslealtad, o para caer en el engaño o la manipulación. Y es una forma de entender la vida que tiene algo de adictivo: por eso, cuanto más acumulan, manifiestan más egocentrismo y desconexión emocional. La codicia suele responder a una carencia interior que se quiere compensar con poder, dinero o reconocimiento, y no es esa la solución. La solución está más bien en la templanza, la honestidad y la generosidad. Y no son adictivas, sino que hay que ganarlas día a día.