No basta desear la paz, hay que construirla, ante todo, fortaleciendo sus cimientos éticos
Pablo VI tuvo una feliz idea al instituir en 1967 la jornada mundial de la paz el día primero de ese año. Tras el núcleo de las fiestas navidades, en las que deseamos casi ritualmente felicidad y paz, parece lógico pararse a pensar para diagnosticar mejor los conflictos y contribuir a la construcción práctica de la concordia: desde cada familia al mundo entero.
No deja de ser una contradicción de la cultura contemporánea: el aprecio por la paz es un valor emergente, condensado quizá en el término pacifismo, no siempre bien valorado intelectualmente. Entre otras razones, por las contiendas mundiales del siglo XX y la actual conflictividad, descrita más de una vez por el papa Francisco como una guerra mundial a trozos...
La exaltación de la razón del Siglo de las Luces no tardó en saldarse con las monstruosas guerras del siglo pasado. La primera consolidó el movimiento pacifista: se pensó que la Sociedad de Naciones sustituiría las guerras por el diálogo. Pero hubo que refundarla en 1945, con no mejor buena intención y un cambio de nombre lleno de más esperanza. Sin embargo, el pacifismo impulsado años después por la mentalidad postmoderna, ha convivido con la creciente inseguridad −basta pensar en los despliegues policiales en torno a la celebración del Año Nuevo−, el incremento de las violencias sociales −urbanas, juveniles, domésticas−, o la pervivencia de conflictos regionales, sobre todo, en África y Asia; y la gran pandemia del terrorismo, presente en cualquier lugar del mundo, también en los que sólo salen en la prensa como consecuencia de atentados.
Por contraste, se ha intentado proclamar un nuevo derecho humano: el derecho a la paz... Como sucede con otros, se califican así meros deseos o metas, quizá laudables, pero no siempre garantizables, ni mucho menos, mediante la coactividad, inseparable del ordenamiento jurídico y del estado de derecho real.
Hasta ahora, la paz se consideraba más bien efecto de la justicia, no objeto de ésta. La tranquilitas ordinis de los clásicos era el sosiego ordenado fruto de la justicia, del respeto de la dignidad de la persona y los derechos humanos, de la igualdad del dar a cada uno lo suyo. Sin embargo, aunque no sea técnicamente exigible como derecho, la paz es quizá el anhelo más importante de la humanidad, justamente por su escasez, dicho con una analogía económica.
A pesar del avance de la globalización, son aún endebles las instituciones que podrían y deberían contribuir al gobierno del mundo en términos de concordia: los diversos consejos en torno a las Naciones Unidas, las organizaciones regionales (también en África y Asia), o los diversos Tribunales internacionales, especialmente los que se ocupan de los derechos humanos y de los crímenes contra la humanidad.
Falta, sobre todo, una fundamentación filosófica más profunda de la paz. A pesar del evidente impulso de Juan Pablo II y Benedicto XVI, no se avanza en el diseño de una ética internacional. Sería casi como una refundación de la ley natural, aquel gran concepto de raíces estoicas, asumido en gran medida por la catolicidad del pensamiento cristiano.
A través de Internet, podemos releer hoy la colección de mensajes pontificios previos a la jornada mundial de la paz. Los papas han ido destacando aspectos decisivos en cada momento, sin excluir lógicamente los permanentes. Esos textos constituyen un auténtico compendio de irenelogía, si se me permite la cursilada, evocadora de los irenarcas clásicos.
El lema del mensaje de 2018 sitúa ante una cuestión de máxima actualidad: “Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz”. Se inspira en una frase de Benedicto XVI de 2002. Y recuerda la importancia de la prudencia política, para que los gobernantes −también los ciudadanos, que han de superar tentaciones identitarias tendentes a la xenofobia− acierten en las medidas adecuadas. No importa que sean limitados los recursos para “acoger, promover, proteger e integrar” a tantas personas que huyen de las guerras o buscan oportunidades de trabajo y educación.
El papa Francisco confía en los pactos mundiales que promoverá la ONU en 2018. Y considera importante “que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia”.
No basta desear la paz. Hay que construirla, ante todo, fortaleciendo sus cimientos éticos.