Al margen de lo increíble de la historia, es una complicación espectacular. Todos los planes, al traste. Una vida nueva. ¿Y qué se supone que he de hacer yo?…
La vida te hace a veces regalos inesperados. Yo acabo de vivir uno de ellos: un viaje a Tierra Santa. No puedo verter aquí todas las impresiones, fuertes, que me ha dejado, pero, teniendo en cuenta los días especiales en que estamos y la temática familiar de este blog, sí me gustaría reflexionar brevemente sobre una de las figuras de aquel primer pesebre: San José.
Tuve la ocasión de estar en Belén, Nazaret, Cafarnaúm…, lugares donde la evocación de José, aquel varón de la tribu de David, originaria de Belén, estaba humildemente presente.
Siempre me han atraído las películas en que una persona ordinaria, del montón, como usted y como yo, se encuentra de pronto, sin quererlo ni beberlo, inmerso en una aventura planetaria y va tomando conciencia de que de él depende el futuro de la humanidad. Ése es San José.
Un buen día se entera de que su novia es, en realidad, la madre de Dios y, claro, el hijo que espera, que, por cierto, no es suyo, es Dios mismo. Y hace lo mismo que todos los héroes inesperados de las películas. Se da la vuelta. “Mira, María, yo te quiero mucho, pero… esto es demasiado. No es que no te crea, eres el amor de mi vida y confío más en ti que en todos los notarios del mundo, pero no me veo preparado. Mejor que lo dejemos correr”.
Y no es de extrañar. Al margen de lo increíble de la historia, es una complicación espectacular. Todos los planes, al traste. Una vida nueva. ¿Y qué se supone que he de hacer yo?… ¡Uf! Olvídalo. Esto no es para mí, un simple carpintero… Y se va.
Pero, de repente, le da un ataque de realismo, provocado por un sueño angélico, y se mete en el misterio. Suena a paradoja, pero así es: el misterio es hiperrealismo, una medida sobreabundante de verdad, según la definición de Guardini. Una verdad que no alcanzamos a entender pero que se nos hace evidente, por encima de nuestra capacidad de intelección.
El episodio de la concepción de Jesús da mucho más juego, pero me parece que, por hoy y en vísperas de Navidad, con lo dicho es suficiente para extraer dos claras consecuencias que pueden ayudarnos en nuestra vida matrimonial y familiar.
La primera. Nosotros (me refiero ahora a los maridos) también somos como ese héroe anodino que, de pronto, se encuentra con un destino que le excede: amar y cuidar a su mujer y a sus hijos, consciente de que ellos son mucho más valiosos que él. Sabiendo que sus vidas y sus personas han de convertirse en el centro de gravedad de su amor y que él importa poco porque, como le sucedió a José en la Sagrada Familia, entre la madre de Dios, Dios mismo y él, él era el menos importante. Partir de esta premisa de humildad personal es fundamental para no confundir el matrimonio y la familia con una extensión de nuestros proyectos y deseos personales y ponerse al servicio de algo mucho más grande que nosotros mismos.
La segunda. Aceptado el misterio, y nuestra mujer, como toda persona, tiene una parte de misterio que es inútil empeñarse en resolver (se resuelven los enigmas, no los misterios), llega el momento de la lealtad. Te creo porque tú lo dices. Estaré siempre a tu lado, pase lo que pase, y tenga a quien tenga enfrente. Tomaré partido por ti en toda ocasión, te defenderé frente a los demás. Nunca te criticaré, menos aún en público, ni haré uso de la ironía o el sarcasmo en nuestra relación.
Humildad, misterio y lealtad, solo tres de las muchas lecciones que estos días podemos aprender ante el Belén. De nuevo, ¡feliz Navidad!