Podemos recurrir a todo tipo de añagazas mentales y decirnos que todo se resume en un problema económico
Hace unos quince años, quizá más, me invitaron a una conferencia de un organismo oficial para discutir sobre el futuro del idioma gallego. Dije lo que pensaba: un balance de cuántas lenguas mueren y por qué, para concluir que lo primero que teníamos que hacer para defender el gallego era revertir nuestra tendencia demográfica porque −como resulta obvio− la fuerza de un idioma depende de sus hablantes. Sin hablantes no hay idioma. Nadie me contradijo ni en la mesa ni entre el público. Solo al final, con el acto ya terminado, se me acercó alguien de cierta autoridad para advertirme de que, aunque tenía razón, debería haber hablado también de otras cosas. Y ese organismo nunca más volvió a invitarme, cosa que les agradezco.
Pasaron todos estos años y aquella tendencia demográfica empeoró, como todos saben, hasta convertirse ahora en trágica. Ya empieza a estar en juego algo más que nuestro idioma: también nuestra cultura y nuestro modo de ser, la idea misma de Galicia. Mientras en otras partes los nacionalistas presumían de sus cada vez más poblados territorios, los nuestros seguían preocupados por cualquier cosa menos por la natalidad, quizá porque entendían que se trataba de una preocupación de derechas, ligada a conceptos como familia y matrimonio.
Lo entiendo perfectamente. Se llama suicidio colectivo. Podemos recurrir a todo tipo de añagazas mentales y decirnos que todo se resume en un problema económico: no es verdad, nunca antes habíamos estado mejor, pese a la durísima crisis que acabamos de atravesar y que aún perdura en algunos ámbitos. Ahora la verdadera crisis, la que nos puede matar como pueblo, es la demográfica. Si no sanamos la raíz, secará el árbol.