Ejercitarse en alabar lo valioso, y más en particular, alabar a quien envidiamos, es una forma de hacernos más capaces de ser felices y nos introduce en un camino interior de autoconocimiento y aceptación
Posiblemente, la forma más insidiosa de bizquera que aqueja al alma humana consiste en no poder evitar detestar lo que se admira: la envidia. En pocos sentimientos se hace visible la fractura interior que nos cruza como en la imposibilidad de dejar de aborrecer a quien se admira, al mismo tiempo y por la misma razón.
Procedente del latín invidere −literalmente: mirar dentro− la envidia es una patología interior del mirar que nos hace daño y nos vuelve dañinos. Es como si se tratara de una admiración podrida, pues si bien solo se puede envidiar lo que se estima, al envidiarlo preferiríamos destruirlo o negarlo, al menos en tanto que poseído por el otro. Y como envidiarlo implica brindarle un reconocimiento inconfesable, éste se expresa espontáneamente en la maledicencia o en el silencio que aspira a oscurecerlo y no dejar que sea visto como tal, como valioso.
Así es como la envidia parasita la espontánea sobreabundancia que la admiración expresa en la alabanza: la sola contemplación de lo que envidiamos causa sufrimiento e inclina hacia su agresión. Para suscitar envidia el otro no precisa hacer nada, salvo estar presente. Es el brillo de su existencia lo que se quiere apagar, no ya por la tristeza que produce el bien ajeno, que es como la tradición moral definía la envidia, sino por el dolor mismo de su existencia que lleva la envidia a su grado más alto: el odio.
Por eso los envidiosos que no llevan su manía hasta la obsesión, pero que tampoco pueden dominar su envidia, se consuelan con una solución menor: evitar la presencia de aquel cuya sola existencia les hiere. Para el envidioso la presencia de lo que estima se le torna dañina y tiene que volverle la espalda. Y es que para ponerse a salvo de la envidia es necesario poder concebir −y sentir− positivamente la diferencia que favorece a otro, al menos en el orden de las cualidades. Por eso la teología moral recomendaba «contra envidia, caridad», es decir, la más amplia y honda aprobación del otro.
Para la teología, Dios es de tal naturaleza que en su presencia solo se puede estar libremente (y por eso la «necesidad» de que se le pueda evitar libremente). Pero estar en su presencia es tanto como desbordarse en una espontánea y libérrima alabanza. De ahí que pueda extraerse esta sorprendente propuesta: la completa felicidad consiste en participar de una alabanza sin final. La filosofía puede decirlo de otro modo: poder alabar requiere ser feliz, o como aseguró Nietzsche, celebrar algo implica poder aprobarlo todo. Así que ejercitarse en alabar lo valioso, y más en particular, alabar a quien envidiamos, es una forma −ciertamente dolorosa− de hacernos más capaces de ser felices y nos introduce en un camino interior de autoconocimiento y aceptación.
Al contrario que la felicidad, la envidia supura maledicencia y crítica. Y el coro de los envidiosos entona la afligida canción de los defectos y las debilidades de aquel cuya admiración les corroe. El envidioso siente una genuina atracción fatal por lo negativo, por destacar lo que disminuye y socava lo valioso. Por eso, enfrentarse a la envidia requiere negarle su exigencia más aciaga: ocultar y deformar lo admirable.
La envidia surge del hábito de ponerse delante a sí mismo como lo mejor, y consiste en la conciencia desgraciada de no serlo convertida en pendencia. Por eso, escapar del mordisco de la envidia requiere un difícil ejercicio de sinceridad: reconocer que la malquerencia que se siente hacia otros procede de los propios límites sin asumir y convertidos en ulceraciones del ego. Es duro, pero tiene el rendimiento impagable de la lucidez con respecto a uno mismo. Ciertamente, la envidia es para muchos una pasión y un sentimiento inevitable, pero se puede sobrellevar honorablemente con la indulgente modestia del que se sabe muy imperfecto y, sin embargo, valioso.
Alabar a quién y en lo que merece es atenerse a la realidad sin querer ocultarla. Y cuando se hace con el dolor de carecer de aquello mismo que se elogia, entonces alabar es un exceso esforzado pero imprescindible si se quiere sobrevivir a las propias carencias y a las más oscuras pasiones. El envidioso tal vez no pueda evitar entristecerse por la cualidad o el bien ajeno, pero puede sobreponerse haciéndole justicia. Nada de lo anterior suple la falta de lo que envidiamos, pero facilita una perfección inimitablemente personal: la sabiduría del hombre bueno.
Lo que distingue al sabio del experto, del docto y hasta del genio es esa difícil lucidez de la autoconciencia que es la modestia. En España deberíamos ejercitar con peculiar constancia el hábito de alabar a los demás para contrarrestar nuestra afición a celebrar lo vergonzoso y negar lo valioso en el otro por el dolor de no tenerlo. Y deberíamos ejercitarlo allí donde es más difícil: entre allegados y colegas. Ocurre aquí aquello que Nietzsche decía de los filósofos, que solo pueden darse el lujo de la claridad los bendecidos por la profundidad. Pues bien, solo pueden darse el lujo de la alabanza los bendecidos por la magnanimidad que, a falta de poseer una determinada perfección, eluden la miseria de la envidia alabando a quien lo merece, con la generosidad indecible de quien se tiene a sí mismo y puede, por tanto, ofrecer su reconocimiento.
Además, alabar es hacer que lo meritorio comparezca como tal: expandir su visibilidad y reconocimiento. Se trata, pues, de una forma elemental del bien común, pues solo mediante su encomio se hace valer lo valioso en el espacio público. Y de ahí que el elogio de la obra bien hecha forme parte esencial de un orden social justo, en el que a cada uno se le da lo que merece. Alabar es la clase de aprobación que merece lo mejor, y, por tanto, que procura la prosperidad del bien y de lo valioso mostrándolo como preferible.
La incapacidad para alabar es sintomática de la pobreza personal de quien no tiene nada que ofrecer. El envidioso transforma sus limitaciones en miserias morales que están, a mi juicio, en la raíz de nuestro débil sentido del deber profesional: solo la pasión por la perfección en lo que hacemos atenúa la sed del éxito que nos empuja a competir, y nos da la calma para apreciar que es mejor ser bueno que ser el mejor.