Se ha producido una especie de inversión con el auge de la secularización, consecuencia en gran medida de la difusión en occidente del laicismo
No tengo experiencia personal, porque no estudié en colegio de religiosos ni tuve especial formación cristiana hasta llegar a la Universidad. Pero cuentan −también se lee en memorias de personajes destacados− que en el siglo XX los educadores eclesiásticos estaban como obsesionados por el sexto mandamiento, es decir, por el recto uso de la sexualidad humana, regido por la virtud de la castidad, parte de la templanza.
Como en tantos otros aspectos, se ha producido una especie de inversión con el auge de la secularización, consecuencia en gran medida de la difusión en occidente del laicismo. Hoy el sexo no está en los púlpitos (en el ambón de los templos), sino en los medios de comunicación, hasta una reiteración agotadora. Valga el ejemplo, aunque no quiero hacer propaganda, de una destacada revista cultural y política francesa, que anuncia semana tras semana dossiers como Le tour du monde du sexe, o Les seins dans l’art.
Después de años de batalla por la educación sexual en las escuelas −no en las familias−, se descubre con estupor el incremento casi universal de abusos y aberraciones. Tras tiempos de connivencia y aceptación, son objeto de escándalos y condenaciones, con descripción detallada de los hechos, y denuncias de quienes sufrieron maltratos, normalmente mujeres sometidas a la tiranía cultural o profesional de varones tan poderosos como obsesos.
No sé si con los años la actual campaña de Hollywood parezca otra caza de brujas, como la anticomunista de los cincuenta, personificada en el senador Joseph McCarthy. Pero de momento es compatible con la "hipersexualización" de niñas, actrices muy jóvenes, heroínas de series al uso, vestidas y maquilladas como adultas en la promoción comercial de los productos. Frente a la justificación de los promotores de filmes y mercadotecnias, se yergue la reacción de una de las protagonistas: “No es agradable, cuando tienes trece años, ver a hombres desconocidos comentar sobre tu cuerpo, positiva o negativamente". Pero nunca falta un psicólogo que pontifica: “Todo depende de lo que la actriz decida por sí misma”.
Pero no todo vale en la cultura ni en la opinión pública, y menos aún en el derecho. No sé alemán, y no he podido leer la sentencia del Tribunal Constitucional de Karlsruhe. Pero la noticia difundida por la prensa causa perplejidad: habría instado al poder ejecutivo a permitir en el registro civil la inscripción de personas con un tercer género (ya sea como “intersexual” o “diverso”), además de “femenino” y “masculino”. Como corresponde a la cultura dominante, la decisión no se basa en razones de carácter natural, sino en la obligación de proteger los derechos de la personalidad. El voluntarismo jurídico de la modernidad hace cada día más difícil la convivencia pacífica.
Por eso me permito romper una lanza por la virtud clásica de la castidad, muy necesaria también para fortalecer el matrimonio en tiempos de crisis. En la exhortación apostólica Amoris Laetitia del papa Francisco, hay abundantes pautas positivas para construir y mantener el amor humano. Pero no desconoce −así en el n. 19− “la presencia del dolor, del mal, de la violencia que rompen la vida de la familia y su íntima comunión de vida y de amor. Por algo el discurso de Cristo sobre el matrimonio (cf. Mt 19,3-9) está inserto dentro de una disputa sobre el divorcio. La Palabra de Dios es testimonio constante de esta dimensión oscura que se abre ya en los inicios cuando, con el pecado, la relación de amor y de pureza entre el varón y la mujer se transforma en un dominio: ‘Tendrás ansia de tu marido, y él te dominará’ (Gn 3,16)”.
También, al abordar la adecuada preparación al matrimonio de los prometidos −ya no se puede llamarles novios−, se insiste en “recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal” (n. 206).
Y es que, como señala san Josemaría Escrivá en una homilía pronunciada justamente en una fiesta de la Sagrada Familia, con palabras difícilmente superables, “la castidad −no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada− es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio” (Es Cristo que pasa, n. 25).