Volver a la cordura, y prepararse a bien morir, es la última invitación que a todos nos hace don Quijote-Alonso Quijano
En estos días de noviembre es casi obligada una visita a la tumba de quienes nos han precedido en dejar los caminos de la tierra, abriéndose paso hacia la Vida Eterna. Un día también nosotros seguiremos sus pasos.
En esta perspectiva hoy me acerco a la muerte de Alonso Quijano el Bueno, que Cervantes eternizó.
Todavía muchos se harán la misma pregunta: ¿el final del Quijote, ese capítulo 74 de la Segunda Parte, es la forma más perfecta, o al menos, la más conveniente y acertada, para acabar con la aventura del Hidalgo?
No sé si Cervantes le dio muchas vueltas a su cabeza, antes de decidirse por esa solución. Vista hoy parece fácil coincidir con él en que el “morir cuerdo y vivir loco” ha sido el final más acertado para el héroe.
En su lecho de muerte, y después de dormir seis largas horas, despertó el Quijote y exclamó:
“¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.
A lo largo de las páginas de la Primera y de la Segunda Parte palpita la luz y las sombras de la misericordia divina, el aliento del más profundo sentido cristiano del vivir; y entra dentro de la lógica vital que el Quijote recobre la plena conciencia de la vida eterna cuando se prepara a rendir el alma a Dios.
Don Quijote se lanza a deshacer entuertos como un enviado de Dios −ciertamente no es un profeta ni hijo de profeta−, para hacer justicia en esta tierra llena de pecado. Su cabeza se descalabra y osa intentar hacer justicia contra los gigantes, molinos de viento; una justicia que siempre busca el revivir de la dignidad del hombre querida por Dios −también la de los condenados a galeras−, más que cumplir la letra de una ley establecida por la simple autoridad de los hombres.
El Hidalgo de la Mancha presta su lanza, y las pocas fuerzas de Rocinante, para llevar a cabo su gran misión:
“Y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra sino favorecer a los desvalidos y menesterosos” (cap. LII, parte 1ª).
Don Quijote de la Mancha no desfallece nunca y aun después de ser devuelto a su pueblo, el lugar sin nombre de la Mancha, en un carro de bueyes, descalabrado y sin fuerzas, recapacita, se recompone y vuelve a comenzar.
¿Es verdaderamente un “error” la vida del Quijote?
No. El sentido profundamente cristiano de la justicia que el Quijote sueña con establecer en todas sus aventuras, viene a ser un eco de la liberación del pecado que Jesucristo estableció muriendo en la Cruz; un anuncio de la Verdad eterna de la Redención del hombre por Dios.
Después de pedir a la Sobrina que llamara a sus bueno amigos, el Cura, el bachiller Sancho Carrasco y a Nicolás el Barbero, porque quiere confesarse y hacer testamento, don Quijote abrió su alma:
“Dadme albrícias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron el renombre de Bueno (…) ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando en mi cabeza, las abomino”.
Ante las hazañas y desvaríos del Quijote las reacciones son muy dispares. Algo tienen sin embargo en común: invitan a pensar. Como quedaron pensativos los que formaban el coro de personajes en la disputa sobre el yelmo de Mambrino, cuando oyeron la voz de don Quijote:
“Y en la mitad de este caos, máquina y laberinto de cosas, dijo (don Quijote) con voz que atronaba la venta: −¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida! A cuya gran voz todos se pararon” (parte 1ª, cap. XLV).
Volver a la cordura, y prepararse a bien morir, es la última invitación a todos nos hace don Quijote-Alonso Quijano.
“Yo, señores, me estoy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre de su alma” (parte 2ª, cap. LXXIV).
El escribano dio testimonio de que no le constaba que ningún caballero andante hubiese muerto “tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote” (parte 2ª, cap. LXXIV).
Con el deseo de “desfacer entuertos”, el Quijote-Alonso Quijano, no perdió la vida; ganó la última batalla, anunciando la Resurrección, la Vida Eterna, como le cantó el bachiller Carrasco:
“Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte”.
“Morir cuerdo, vivir loco”
Sin duda, su mejor Testamento.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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