Resulta tan importante aprender a estar en desacuerdo y aprender a dialogar con aquellos con los que estemos en desacuerdo para llegar a una solución consensuada
En estos meses de turbulencia política y social en Cataluña ha sido frecuente que se me acercaran amigos, estudiantes y conocidos preguntándome qué iba a pasar en Cataluña o −aquellos que tenían más confianza conmigo− interesándose por mi opinión sobre el conflicto entre la Generalitat catalana y el Gobierno de España a propósito de la independencia promovida por una ligera mayoría de los miembros del Parlament catalán.
A quienes me preguntaban sobre qué iba a pasar les contestaba que la filosofía nos enseña que el futuro es esencialmente impredecible. Aunque podamos hacernos una idea genérica sobre los posibles escenarios futuros, la libertad de las personas, en particular, la de los diversos gobernantes que adoptan posiciones enfrentadas, hace que sean difícilmente previsibles los pasos sucesivos del desarrollo del conflicto. Lo que sí sentimos casi todos es que la fractura causada en la sociedad catalana requerirá mucha inteligencia y buena voluntad por parte de todos −además de décadas− para su recuperación.
En esos últimos años, en mis frecuentes viajes a Barcelona para visitar a mi familia, más de una vez le pregunté a mi padre −contaba él ya 90 años− qué opinaba sobre el creciente sentimiento independentista. Su sabia respuesta fue que había estado durante mucho tiempo dándole vueltas a este asunto y que había llegado a la conclusión de que con nuestros impuestos no podíamos mantener a los políticos de todo el espectro partidista de Barcelona, Madrid y Bruselas. Conforme más vueltas le doy me parece más sabia su respuesta. Es cierto que llevo muchos años fuera de Cataluña, pero en la última ocasión en que pude votar a un político catalán lo hice a mi amigo filósofo jubilado Josep Maria Terricabras (ERC) que se presentaba −y ganó su escaño en Bruselas− a las elecciones europeas. Me parece que mi padre le votó también a él porque cuando le conoció con ocasión de una conferencia mía le pareció “buena persona”. ¡Qué importante que nuestros políticos sean percibidos por sus votantes como buenas personas y no como meros arribistas en busca del poder o del confortable escaño!
A aquellos con más confianza que me preguntaban mi opinión sobre el fondo del problema les he contado un recuerdo de mi infancia. Cuando era un crío, influido por un primo adolescente, decíamos que “éramos” del equipo de fútbol Español, rival local del Barcelona, que nos parecía el equipo de fútbol favorito de la generación de nuestros padres. Más de una vez acudí a mi madre preguntándole con apremio si ella era del Español o del Barcelona. Con la sabiduría de las madres, me contestaba “yo soy de los niños buenos”. En aquellos tiempos, me parecía que mi madre eludía cobardemente el tomar partido; hoy en cambio, me parece que esa es también mi opinión cuando me preguntan si soy constitucionalista o independentista. Yo soy persona siempre en favor del diálogo, la comprensión de las mutuas razones, el pacto y la transacción y, por supuesto, todo ello con buenas maneras.
Soy un innato defensor de la libertad y de su lógica consecuencia que es el pluralismo. No hay una única razón universal como pensaron los ilustrados, que solían escribirla con mayúscula inicial en señal de respeto. Los problemas con los que nos enfrentamos tienen facetas, distintas caras, y hay maneras diversas de pensar acerca de ellos. Defender la pluralidad de la razón no significa afirmar que todas las opiniones son verdaderas −lo que además resultaría contradictorio−, sino más bien que ningún parecer agota la realidad, esto es, que una aproximación multilateral a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual. Las diversas descripciones que se ofrecen de las cosas, las diferentes soluciones que se proponen para un problema reflejan de ordinario diferentes puntos de vista.
La pluralidad de opiniones es consecuencia de nuestra libertad personal y de la gran diversidad de la experiencia humana. No solo las sucesivas generaciones perciben la realidad de manera distinta, sino que incluso cada uno a lo largo de su vida va evolucionando en sus opiniones. Esta defensa del pluralismo no implica una renuncia a la verdad o su subordinación a un perspectivismo culturalista. Al contrario, el pluralismo estriba no solo en afirmar que hay diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino además en sostener que entre ellas hay −en expresión de Stanley Cavell− maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo racional los seres humanos somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro.
No elegimos a unos representantes en los diversos organismos que constituyen nuestra sociedad democrática para que se peleen entre sí, sino para que representándonos se pongan de acuerdo, lleguen a pactos transaccionales, a arreglos que hagan posible la convivencia social, tal como hacemos todos a nivel familiar o con los vecinos de nuestra escalera cuando hay intereses o voluntades contrapuestas. Por eso, resulta tan importante aprender a estar en desacuerdo y aprender a dialogar −si es posible, en torno a una mesa sabrosa o con unas buenas cervezas− con aquellos con los que estemos en desacuerdo para llegar a una solución consensuada.
La expresión “Aunque todos, yo no” que abre este texto procede del evangelio (etiamsi omnes, ego non) cuando el apóstol Pedro dice a Jesús que aunque todos los abandonen, él no lo abandonará. Fue utilizado por Joachim Fest“Ich nicht”[“Yo no”] como título de su libro de memorias en el que evocaba su radical oposición al nazismo en Alemania desde el primer momento, cuando Hitler y su ideología recibieron el apoyo de la sociedad alemana en general y de los profesores universitarios en particular. Personalmente, pienso que un profesor en activo no debe tomar partido, sino que precisamente ha de defender el papel de la razón y de la buena voluntad para llegar a acuerdos, a soluciones pactadas, que favorezcan la concordia porque no humillen a ninguno de los discrepantes.
Me parece que en el conflicto catalán nos encontramos ante un gravísimo desacuerdo tóxico en el que los políticos y los medios de comunicación hacen todo lo posible para no entenderse, para no comprender la parte de verdad que se encierra en las posiciones contendientes. Los políticos alimentan los votos que les apoyan favoreciendo la fractura, polarizando la sociedad en una perversa dialéctica amigo-enemigo, mientras que creen perder votos si buscan el consenso y el pacto. Cuando pasa eso −tal como enseña la historia− quienes perdemos somos siempre los ciudadanos de a pie que preferiríamos que se escucharan unos a otros, reconsideraran sus posiciones y buscaran soluciones intermedias. En todo caso, me parece que mi anciano padre tenía razón: no podemos pagar nosotros los intereses partidistas de todos los políticos de Barcelona, Madrid y Bruselas.
Viene a mi memoria aquel poema de Gabriel Celaya: “Maldigo la poesía [ahora podríamos decir la filosofía] de quien no toma partido hasta mancharse”. Y le respondo, “Aunque todos, yo no”.