Una oración particular por todas “las víctimas de la guerra y de la violencia”
En la tarde de la Conmemoración de los fieles difuntos, el pasado jueves 2 de noviembre, el Santo Padre celebró la Santa Misa, por primera vez, en el cementerio americano de Neptuno, construido en el año 1944 en memoria de los caídos estadounidenses de todas las operaciones militares que se llevaron a cabo con el fin de liberar a Italia. Son 7.861 los caídos, hombres y mujeres, que tienen su eterno descanso en este cementerio o que son allí conmemorados.
Antes de la celebración de la Santa Misa, en la que pronunció una homilía improvisada, Francisco caminó en silencio entre las tumbas, entre las que está la de un desconocido, un italoamericano y un judío.
Todos nosotros, hoy, estamos aquí reunidos con esperanza. Cada uno de nosotros, en su corazón, puede repetir las palabras de Job que hemos oído en la primera Lectura: “Yo sé que mi Redentor vive y al final se levantará sobre el polvo” (Jb 19,25). La esperanza de reencontrar a Dios, de reencontrarnos todos, como hermanos: y esa esperanza no defrauda. Pablo es fuerte en esa expresión de la segunda Lectura: “La esperanza no defrauda” (Rm 5,5).
Pero la esperanza muchas veces nace y hunde sus raíces en tantas llagas humanas, en tantos dolores humanos, y ese momento de dolor, de llaga, de sufrimiento nos hace mirar el Cielo y decir: “Yo creo que mi Redentor vive”. Pero, ¡detente, Señor! Esa es la oración que tal vez sale de todos nosotros cuando miramos este cementerio. “Estoy seguro, Señor, de que estos hermanos nuestros están contigo. Estoy seguro”, nosotros decimos esto. “Pero, por favor, Señor, detente. No más. No más guerra. No más esta tragedia inútil”, como dijo Benedicto XV (Cfr. Carta a los Jefes de los pueblos beligerantes, 1-VIII-1917). Mejor esperar sin esta destrucción: jóvenes… miles, miles, miles, miles de esperanzas rotas. “No más, Señor”. Y esto tenemos que decirlo hoy, que rezamos por todos los difuntos, pero en este lugar rezamos de modo especial por estos chicos; hoy que el mundo otra vez está en guerra y se prepara para ir más fuertemente a la guerra. “No más, Señor. No más”. Con la guerra se pierde todo.
Me viene a la cabeza aquella anciana que, mirando las ruinas de Hiroshima, con resignación sapiencial, pero con mucho dolor, con esa resignación apenada que saben vivir las mujeres, porque es su carisma, decía: “Los hombres hacen de todo para declarar y hacer una guerra, y al final se destruyen a sí mismos”. Eso es la guerra: la destrucción de nosotros mismos. Seguramente aquella mujer, aquella anciana, había perdido allí hijos y nietos; solo le quedaban la llaga en el corazón y las lágrimas. Y si hoy es un día de esperanza, hoy es también un día de lágrimas. Lágrimas como las que sentían y lloraban las mujeres cuando llegaba el correo: “Señora, tiene usted el honor de que su marido ha sido un héroe de la Patria; de que sus hijos sean héroes de la Patria”. Son lágrimas que hoy la humanidad no debe olvidar. ¡El orgullo de esta humanidad que no ha aprendido la lección y parece que no quiera aprenderla!
Cuando, tantas veces en la historia, los hombres piensan hacer una guerra, están convencidos de que traerán un mundo nuevo, están convencidos de que van a hacer una “primavera”. Y acaba en un invierno, feo, cruel, con el reino del terror y de la muerte. Hoy rezamos por todos los difuntos, todos, pero de modo especial por estos jóvenes, en un momento en el que tantos mueren en las batallas de cada día de esta guerra a pedazos. Recemos también por los muertos de hoy, los muertos de la guerra, también niños, inocentes. Ese es el fruto de la guerra: la muerte. Y que el Señor nos dé la gracia de llorar.
Al final de la Misa el Papa se trasladó al Sagrario de las Fosas Ardeatinas donde se recogió en oración.
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” (cfr. Ex 3,6).
Con este nombre te presentaste a Moisés,
cuando le revelaste la voluntad de liberar a tu pueblo de la esclavitud de Egipto.
Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob:
Dios que estrecha alianza con el hombre;
Dios que se vincula con un pacto de amor fiel, para siempre.
Misericordioso y compasivo con cada hombre y cada pueblo que sufre opresión.
«He observado la miseria de mi pueblo […] he oído su grito […]: conozco sus sufrimientos» (Ex 3,7).
Dios de los rostros y de los nombres.
Dios de cada uno de los 335 hombres masacrados aquí el 24 de marzo de 1944, cuyos restos reposan en estas tumbas.
Tú conoces sus rostros y sus nombres.
Todos, también los 12 que nosotros desconocemos; para ti nadie es ignoto.
Dios de Jesús, Padre nuestro que estás en el cielo.
Gracias a Él, el crucificado resucitado, sabemos que tu nombre
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” quiere decir que no eres Dios de muertos sino de vivos (cfr. Mt 22,32), que tu alianza de amor fiel es más fuerte que la muerte y es garantía de resurrección.
Haz, Señor, que en este lugar, consagrado a la memoria de los caídos por la libertad y la justicia, nos quitemos las botas del egoísmo y de la indiferencia y, a través de la zarza ardiente de este mausoleo, escuchemos en silencio tu nombre:
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”,
Dios de Jesús,
Dios de los vivos.
Amén.
Una vez de regreso en el Vaticano el Santo Padre se dirigió a las Grutas de la Basílica Vaticana para un momento de oración en privado, como es tradicional en esta fecha, en sufragio de sus predecesores y de todos los difuntos.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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