A los pequeños nos gustaba el negrito; la proximidad del ‘Domund’, nos hacía soñar sueños de magnanimidad, de grandeza, de heroísmo
En el colegio nacional donde estudié la primaria, el Curros Enríquez, cuando se acercaba el penúltimo domingo de octubre, la profesora o el profesor colocaban sobre su mesa la cabeza de un negrito, con su hendidura en la zona parietal para introducir monedas y, muy improbablemente, billetes doblados.
Nos gustaba el negrito, que era de barro cocido y barnizado con colores de chocolate antes de que llegaran las huchas de plástico. Agarrábamos la cabeza del negrito y la acariciábamos. Quizá porque era suave, quizá porque ninguno de nosotros había visto un negrito en su vida, salvo en fotos. La aparición del negrito en la mesa del profesor era una fiesta, también por la escasez de novedades, y una tragedia. Al menos, para mí.
La proximidad del Domund, nos hacía soñar sueños de magnanimidad, de grandeza, de heroísmo. Unos sueños que chocaban con la realidad inmediata: también nosotros éramos pobres, aunque no tanto como los negritos a quienes representaba el de la hucha. ¿Qué hacer? ¿Cómo ayudar? Nos dábamos cuenta de que poco se podía sacar de la paga semanal que, como mucho, llegaba a una peseta. ¿Daríamos dos reales de aquellos agujereados y nos quedaríamos con los otros dos?
Los mayores podían salir a pedir por las calles, hucha en mano. Pero los pequeños nos conformábamos con echar algo en la cabeza del negrito. Si apurábamos las cosas, podíamos juntar la paga de dos semanas, o sea dos pesetas, e interrumpir temporalmente la colección de postalillas de la liga. Seguía siendo poco y acudíamos a nuestros padres, con algo de apuro.
Temo que alguno piense que semejante tensión podía perjudicar a los niños. Lo que estropea a los niños es pensar solo en ellos mismos.