Discurso del Santo Padre a la Asamblea general de los miembros de la Pontificia Academia por la Vida
En su encuentro, el pasado 5 de octubre, con la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia por la Vida el Papa alertó contra movimientos que intentan cambiar su realidad.
Excelencia, Ilustres Señoras y Señores, me alegra encontraros con ocasión de vuestra anual Asamblea Plenaria y agradezco a Monseñor Paglia su saludo y su introducción. Os agradezco la contribución que dais y que, con el paso del tiempo, revela cada vez mejor su valor tanto en la profundización de los conocimientos científicos, antropológicos y éticos, como en el servicio a la vida, en particular en el cuidado de la vida humana y de la creación, nuestra casa común.
El tema de la sesión: “Acompañar la vida. Nuevas responsabilidades en la era tecnológica”, es un reto y a la vez necesario. Afronta el cruce de oportunidades y críticas que interpela el humanismo planetario, en referencia a los recientes desarrollos tecnológicos de las ciencias de la vida. La potencia de las biotecnologías, que ya ahora permite manipulaciones de la vida hasta ayer impensables, plantea cuestiones formidables.
Es urgente, por eso, intensificar el estudio y el diálogo sobre los efectos de dicha evolución de la sociedad en sentido tecnológico para articular una síntesis antropológica que esté a la altura de ese gran desafío. El área de vuestra cualificada consulta no puede limitarse a la solución de las cuestiones planteadas por específicas situaciones de conflicto ético, social o jurídico. La inspiración de conductas coherentes con la dignidad de la persona humana afecta a la teoría y la práctica de la ciencia y de la técnica en su complejo enfoque en relación a la vida, a su sentido y su valor. Y precisamente en esa perspectiva deseo ofreceros hoy mi reflexión.
1. La criatura humana parece hallarse hoy en un especial paso de su historia que se cruza, en un contexto inédito, con las antiguas y siempre nuevas preguntas sobre el sentido de la vida humana, sobre su origen y su destino.
El rasgo emblemático de este paso puede reconocerse sintéticamente en el rápido difundirse de una cultura obsesivamente centrada en la soberanía del hombre −en cuanto especie y en cuanto individuo− respecto a la realidad. Hay quien habla incluso de egolatría, o sea de un verdadero y auténtico culto al yo, sobre cuyo altar todo se sacrifica, hasta los afectos más queridos. Esta perspectiva no es inocua: plasma un sujeto que se mira continuamente al espejo, hasta volverse incapaz de dirigir los ojos a los demás y al mundo. La difusión de esta actitud tiene consecuencias gravísimas para todos los afectos y vínculos de la vida (cfr. Enc. Laudato si’, 48).
No se trata, naturalmente, de negar o reducir la legitimidad de la aspiración individual a la calidad de vida y la importancia de recursos económicos y medios técnicos que pueden favorecerla. Sin embargo, no se puede silenciar el materialismo sin escrúpulos que caracteriza la alianza entre la economía y la técnica, y que trata la vida como recurso a explotar o a descartar en función del poder y del beneficio.
Desgraciadamente, hombres, mujeres y niños de todas partes del mundo experimentan con amargura y dolor las ilusorias promesas de ese materialismo tecnocrático. También porque, en contradicción con la propaganda de un bienestar que se difundiría automáticamente con el ampliarse del mercado, aumentan en cambio los territorios de la pobreza y del conflicto, del descarte y del abandono, del resentimiento y de la desesperación. Un auténtico progreso científico y tecnológico debería, por el contrario, inspirar políticas más humanas.
La fe cristiana nos empuja a retomar la iniciativa, rechazando toda concesión a la nostalgia y al lamento. La Iglesia, además, tiene una vasta tradición de mentes generosas e iluminadas, que han abierto caminos para la ciencia y la conciencia en su época. El mundo necesita creyentes que, con seriedad y alegría, sean creativos y propositivos, humildes y valientes, resueltamente determinados a recomponer la fractura entre las generaciones. Esa fractura interrumpe la trasmisión de la vida. De la juventud se exaltan sus entusiastas potenciales: pero, ¿quién les guía al cumplimiento de la edad adulta? La condición adulta es una vida capaz de responsabilidad y amor, tanto hacia la generación futura, como hacia la pasada. La vida de los padres y madres en edad avanzada espera ser honrada por lo que generosamente ha dado, y no ser descartada por lo que ya no tiene.
2. La fuente de inspiración por esa recuperación de iniciativa, una vez más, es la Palabra de Dios, que ilumina el origen de la vida y su destino.
Una teología de la Creación y de la Redención que sepa traducirse en palabras y en gestos de amor por toda vida y durante toda la vida, aparece hoy más necesaria que nunca para acompañar el camino de la Iglesia en el mundo que ahora habitamos. La Encíclica Laudato si’ es como un manifiesto de esa recuperación de la mirada de Dios y del hombre sobre el mundo, a partir del gran relato de revelación que se nos ofrece en los primeros capítulos del Libro del Génesis. Allí dice que cada uno de nosotros es una criatura querida y amada por Dios por sí misma, y no solo un amasijo de células bien organizadas y seleccionadas en el curso de la evolución de la vida. Toda la creación está como inscrita en el especial amor de Dios por la criatura humana, que se extiende a todas las generaciones de las madres, de los padres y de sus hijos.
La bendición divina del origen y la promesa de un destino eterno, que son el fundamento de la dignidad de toda vida, son de todos y para todos. Los hombres, las mujeres, los niños de la tierra −de eso están hechos los pueblos− son la vida del mundo que Dios ama y quiere llevar a salvo, sin excluir a nadie.
El relato bíblico de la Creación debe releerse siempre de nuevo, para apreciar toda la amplitud y la profundidad del gesto del amor de Dios que confía, a la alianza del hombre y de la mujer, la creación y la historia.
Esa alianza está ciertamente sellada por la unión de amor, personal y fecunda, que marca el camino de la trasmisión de la vida a través del matrimonio y la familia. Esta, sin embargo, va mucho más allá de ese sello. La alianza del hombre y de la mujer está llamada a tomar en sus manos el gobierno de toda la sociedad. Esto es una invitación a la responsabilidad por el mundo, en la cultura y en la política, en el trabajo y en la economía; y también en la Iglesia. No se trata simplemente de igualdad de oportunidades o de reconocimiento recíproco. Se trata sobre todo de entendimiento de los hombres y las mujeres sobre el sentido de la vida y sobre el camino de los pueblos. El hombre y la mujer no están llamados solo a hablarse de amor, sino a hablarse, con amor, de lo que deben hacer para que la convivencia humana se realice a la luz del amor de Dios por toda criatura. Hablarse y aliarse, porque ninguno de los dos −ni el hombre solo, ni la mujer sola− es capaz de asumir esa responsabilidad. Juntos fueron creados, en su diferencia bendita; juntos pecaron, por su presunción de sustituir a Dios; juntos, con la gracia de Cristo, vuelven a la presencia de Dios, para honrar el cuidado del mundo y de la historia que Él les confió.
3. En definitiva, es una verdadera y auténtica revolución cultural la que está en el horizonte de la historia de este tiempo. Y la Iglesia, en primer lugar, debe hacer su parte.
En esa perspectiva, se trata ante todo de reconocer honestamente los retrasos y las faltas. Las formas de subordinación que tristemente han marcado la historia de las mujeres deben ser abandonadas definitivamente. Un nuevo inicio debe escribirse en el ethos de los pueblos, y eso puede hacerlo una renovada cultura de la identidad y de la diferencia. La hipótesis recientemente avanzada de reabrir la senda por la dignidad de la persona neutralizando radicalmente la diferencia sexual y, por tanto, el concepto de hombre y de mujer, no es justa. En vez de contrarrestar las interpretaciones negativas de la diferencia sexual, que mortifican su irreducible valencia por la dignidad humana, se quiere borrar de hecho esa diferencia, proponiendo técnicas y prácticas que la hagan irrelevante para el desarrollo de la persona y para las relaciones humanas. Pero la utopía de lo “neutro” elimina a la vez tanto la dignidad humana de la constitución sexualmente diferente, como la calidad personal de la trasmisión generativa de la vida. La manipulación biológica y psíquica de la diferencia sexual, que la tecnología biomédica deja entrever como completamente disponible a la elección de la libertad −¡cuando que no lo es!−, corre el riesgo de desmantelar la fuente de energía que alimenta la alianza del hombre y la mujer y la hace creativa y fecunda.
El misterioso vínculo de la creación del mundo con la generación del Hijo, que se revela al hacerse hombre el Hijo en el seno de María −Madre de Jesús, Madre de Dios− por amor nuestro, nunca dejará de dejarnos estupefactos y conmovidos. Esta revelación ilumina definitivamente el misterio del ser y el sentido de la vida. La imagen de la generación irradia, a partir de aquí, una sabiduría profunda respecto a la vida. En cuanto es recibida como un don, la vida se exalta en el don: generarla nos regenera, gastarla nos enriquece.
Hay que recoger el reto planteado por la intimidación ejercida respecto a la generación de la vida humana, como una mortificación de la mujer y una amenaza para el bienestar colectivo.
La alianza generativa del hombre y de la mujer es un seguro para el humanismo planetario de los hombres y mujeres, no un hándicap. Nuestra historia no será renovada si rechazamos esta verdad.
4. La pasión por el acompañamiento y el cuidado de la vida, a lo largo de todo el arco de su historia individual y social, pide la rehabilitación de un ethos de la compasión o de la ternura para la generación y regeneración de lo humano en su diferencia.
Se trata, ante todo, de recuperar la sensibilidad por las diversas edades de la vida, en particular por las de los niños y de los ancianos. Todo lo que en ellas es delicado y frágil, vulnerable y corruptible, no es un asunto que afecte exclusivamente a la medicina y al bienestar. Están en juego partes del alma y de la sensibilidad humana que piden ser escuchadas y reconocidas, protegidas y apreciadas, desde el individuo a la comunidad. Una sociedad en la que todo eso puede ser solamente comprado y vendido, burocráticamente regulado y técnicamente predispuesto, es una sociedad que ya ha perdido el sentido de la vida. No lo trasmitirá a sus hijos pequeños, no lo reconocerá en sus padres ancianos. Por eso, casi sin darnos cuenta, ya edificamos ciudades cada vez más hostiles a los niños y comunidades cada vez más inhóspitas para los ancianos, con muros sin puertas ni ventanas: deberían proteger, pero en realidad ahogan.
El testimonio de la fe en la misericordia de Dios, que afina y cumple toda justicia, es condición esencial para la circulación de la verdadera compasión entre las diversas generaciones. Sin ella, la cultura de la ciudad secular no tiene ninguna posibilidad de resistir a la anestesia y al envilecimiento del humanismo.
En ese nuevo horizonte es donde veo situada la misión de la renovada Pontificia Academia por la Vida. Comprendo que es difícil, pero también emocionante. Estoy seguro de que no faltan hombres y mujeres de buena voluntad, como también estudiosas y estudiosos, de diversa orientación en cuanto a la religión y con diversas visiones antropológicas y éticas del mundo, que comparten la necesidad de recuperar una más auténtica sabiduría de la vida por la atención de los pueblos, en vista del bien común. Un diálogo abierto y fecundo puede y debe instaurarse con los muchos que se preocupan por la búsqueda de razones válidas para la vida del hombre.
El Papa, y toda la Iglesia, os agradecen el compromiso que os disponéis a honrar. El acompañamiento responsable de la vida humana, de su concepción y de toda su vida hasta el final natural es labor de discernimiento e inteligencia de amor por hombres y mujeres libres y apasionados, y por pastores no mercenarios. Dios bendiga vuestro propósito de sostenerlos con la ciencia y la conciencia de la que sois capaces. Gracias, y no olvidéis de rezar por mí.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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