Al cumplirse los cincuenta años de aquella luminosa mañana de octubre, me alegra poder evocar con gratitud y emoción aquel encuentro
Hoy ha amanecido el típico día de otoño en Pamplona: frío, nublado, con gotas de lluvia en el aire. Aunque todavía estemos en el verano astronómico, no cabe ningún engaño: el otoño está ya muy cerca. Mientras bajaba paseando hacia la Universidad venía a mi memoria, como en contraste, la primera vez que acudí a Navarra hace ahora precisamente cincuenta años.
La ocasión fue una asamblea de la Asociación de Amigos de la Universidad el 8 de octubre de 1967, a la que concurrieron unas veinte mil personas de toda España. Tuve la suerte de poder acudir desde Barcelona en un tren −me parece recordar− especialmente habilitado para aquel evento. Aquella reunión comenzó con una impresionante misa al aire libre, celebrada por san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei y de la Universidad. Era una luminosa mañana de octubre, limpia, fresca y con sol, como suelen ser algunos de los días del magnífico otoño pamplonés.
Cuando llegué había ya mucha gente congregada en la explanada delante de la Biblioteca de la Universidad. Tuve que permanecer de pie toda la misa y bastante lejos del altar, que apenas veía. Pero en cambio, el sonido era perfecto. La voz de san Josemaría, con su fuerte modulación aragonesa, penetró hasta el fondo de mi alma. Muchas de sus palabras de aquel día no han dejado de resonar desde entonces en mi memoria. Quizás en particular su defensa de la unidad de vida: «¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene que ser −en el alma y en el cuerpo− santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales».
También se grabó en mi memoria su cita de Antonio Machado, del que era y sigo siendo un gran entusiasta: “Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas” (Proverbios y cantares, XXIV). De hecho, cada mañana recuerdo esa letrilla cuando al dirigirme a mi despacho cruzo la entrada del Edificio de Bibliotecas donde san Josemaría pronunció aquella homilía y de nuevo resuena por un instante en mi corazón su cálida voz. ¡Poco podía imaginar en 1967 −contaba apenas catorce años− que iba a acabar trabajando en la Universidad de Navarra durante más de cuarenta años!
El texto impreso de la homilía vería la luz con el título Amar al mundo apasionadamente y se conserva la grabación sonora a disposición de quien quiera escucharla. En particular me impactó −me sigue emocionando cada vez que la leo− aquella hermosa metáfora: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria…». Esa homilía es, junto con Camino, uno de los textos más importantes para entender el Opus Dei y calar en su originalidad, su frescura evangélica y su hondura teológica.
Por la tarde de aquel domingo 8 de octubre de 1967 hubo en la explanada de la Biblioteca un encuentro informal de san Josemaría con la multitud de personas que había acudido a la Asamblea. No recuerdo nada de aquella tertulia, salvo las canciones acompañadas por la guitarra que amenizaron la espera. Sí recuerdo que intenté acercarme a san Josemaría con la intención de tocarle. No lo conseguí pues unos fornidos estudiantes universitarios provistos de brazalete no me dejaron llegar hasta el estrado.
¿Por qué me atraía tanto san Josemaría? Lo he pensado mucho desde entonces y me parece que san Josemaría atraía porque comunicaba su vibración sobrenatural, transparentaba su estrecha intimidad con Dios. Lo que cautivaba de él no eran sus virtudes humanas −que eran muchas−, su simpatía, su cordialidad, sino su identificación con Jesucristo y su total entrega a la misión que le había sido encomendada. Sus palabras y su vida movían −al menos así lo sentí− a seguir más de cerca a Jesús renunciando a la comodidad y al egoísmo personales, movían a poner la vida al servicio de la tarea de la Redención.
Al cumplirse los cincuenta años de aquella luminosa mañana de octubre, me alegra poder evocar con gratitud y emoción aquel encuentro.