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«Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»
Toda llamada espera una respuesta. En el vocabulario cristiano tradicional se ha empleado la palabra vocación para referirse particularmente a la vida sacerdotal y a la vida religiosa (hoy denominada más ampliamente vida consagrada). Pero, como el Concilio Vaticano II quiso declarar en su constitución Lumen gentium, en la Iglesia, «todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad» (n. 39); dicho de otra manera, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (n. 40).
Esta es la común vocación cristiana. Todos los cristianos están llamados por Dios para manifestar su amor en el mundo, según las condiciones de vida de cada uno. La palabra Iglesia significa precisamente vocación, llamada conjunta de muchos. Y cristiano es nombre de vocación: llamado a participar de la vida y la misión de Cristo.
La existencia humana es una llamada
Pero aún hay más. Todas las personas, y no sólo los cristianos, están llamadas por Dios a encontrarse con Él, a descubrir su amor, dejarse transformar por él y llevarlo a los demás. La existencia humana es siempre una llamada del Amor al amor.
En su Mensaje para la 49 Jornada mundial de oración por las vocaciones (29-IV-2012), escribe Benedicto XVI: «Toda criatura, en particular toda persona humana, es fruto de un pensamiento y de un acto de amor de Dios, amor inmenso, fiel, eterno (cf. Jr 31, 3)».
Ya en su primera encíclica explicaba que el plan salvífico de Dios es un designio de amor, que se narra en la Biblia como una historia de amor: «Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía» (Deus caritas est, n. 17).
Iglesia, familia y vocación
Pues bien, la Iglesia existe para anunciar la belleza de ese amor. Escribe el Papa en este mensaje que «la comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de la caridad de Dios que custodia en sí toda llamada». Y esto puede aplicarse tanto a la Iglesia universal como a las Iglesias locales, y también a los movimientos y a todas las realidades eclesiales.
Incluso afirma que «esa dinámica, que responde a las instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera elocuente y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del amor de Cristo que se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5, 32)». Concreta que cada familia, «comunidad de vida y de amor» (Gaudium et spes, 48), es lugar privilegiado de la formación humana y cristiana; y puede convertirse en el mejor “seminario” (que quiere decir semillero) de las vocaciones, en la medida en que las familias sean «casas y escuelas de comunión».
Es claro que con ello no se quiere desnaturalizar la familia, haciendo de ella lo que no es. Al contrario, ese ha de ser el horizonte mejor: la comunión de vida y amor, comunión que quiere decir unión en la diversidad, y participación en la tarea común de vivir como personas y como cristianos.
Toda vocación es vocación al amor
Benedicto XVI señala que en el contexto de «la apertura al amor de Dios y como fruto de este amor, nacen y crecen todas las vocaciones», con la ayuda de la oración y los sacramentos, particularmente la Eucaristía. Y que el amor de Dios se expresa, se descubre y se aprende en el amor al prójimo, «sobre todo hacia los más necesitados y los que sufren». Amor a Dios y amor al prójimo son «dos amores» que «brotan de la misma fuente divina y a ella se orientan».
A este propósito cabe recordar que, en la Iglesia, la vocación cristiana se vive en tres modos o caminos principales: la mayor parte de los cristianos, los fieles laicos, poseen la vocación de ordenar las realidades temporales (el trabajo, la familia, la cultura, etc.) al Reino de Dios como desde dentro (dice el Concilio) de esas mismas realidades. Otros, los ministros sagrados (obispos, presbíteros y diáconos) hacen presente la vida y la acción de Cristo ante los demás. Y la vida religiosa o consagrada da un testimonio público de la fe por medio de determinados votos, y desarrollando sus correspondientes dones y carismas.
Sentido de la vida y compromiso
Todos los cristianos, unos y otros, necesitamos de los demás. Es importante para cada uno descubrir su vocación concreta. Y luego, ser fiel a esa vocación, como a lo más querido, a lo que da sentido a la vida, porque hace grande lo pequeño y ordinario, y más fácil y llevadero, lo grande o extraordinario.
En otras ocasiones el Papa ha puesto de relieve que la vocación cristiana implica el compromiso de colaborar en el desarrollo humano integral. Esto pertenece a «la caridad en la verdad». Pues si bien todos los hombres perciben en su interior una llamada a la verdad y al amor, el Evangelio es la mayor luz y el mayor impulso para esa tarea. Y cada cristiano la lleva a cabo según su vocación concreta y sus posibilidades (cf. la encíclica Caritas in veritate, de 2009).
El papel de los padres y madres
Algunos padres y madres se preguntan cómo actuar en relación con la vocación concreta de sus hijos. Ese papel podría resumirse en estos términos: orientar y apoyar, con su consejo y su oración. Deben orientar a sus hijos para descubrir su vocación, sea que se inclinen por la vocación sacerdotal, religiosa, o laical (y ésta, bien en el matrimonio o en el celibato al servicio de los demás por medio de un trabajo profesional, o de alguna tarea de caridad). No deben inmiscuirse hasta el punto de obligar a los hijos a tomar una determinada opción. En ningún caso han de ser obstáculos para que los hijos cumplan con la voluntad de Dios y el servicio a los demás.
En la medida en que los hijos lo necesitan (y de algún modo siempre necesitan algo de esto), los padres deben aconsejarles sobre su camino, después de considerar ante Dios la vocación de sus hijos, y si es preciso consultando con personas prudentes y de criterio cristiano. En este consejo han de tener en cuenta la razón (la ética) y la fe, las necesidades concretas de la Iglesia y del mundo, y las aptitudes de sus hijos, a los que se supone que conocen bien. Además, no acaba ahí su responsabilidad, sino que durante toda su vida deberán apoyarles con la oración y el buen ejemplo de cristianos.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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