Gran parte de la educación consiste en enseñar a los hijos a ser capaces de aprender a dar y recibir una gran cantidad de amor
Cuánto me impresionó el relato de un amigo sobre el mayor de sus hijos, tardoadolescente, problemático y con una conducta que se acercaba a la delincuencia, al que envió a un país asiático. La idea era sencilla: como él no sabía el idioma local, debería hablar necesariamente inglés; además, como no se encontraría con ningún otro español, éxito asegurado. Pero la realidad era que lo remitía a una pequeña institución que atendía a niños huérfanos, hasta conseguir que fueran acogidos por alguna familia.
Tenía que cuidar a ocho niños de entre uno y cinco años, darles de comer, cambiarles de ropa, limpiar pañales, entretenerles, consolarlos si lloraban, jugar. Además, desayunaba arroz, comía arroz y cenaba arroz. A los cuatro días, cuando habló con su familia, les pidió por favor que lo sacaran de allí, pero su padre insistió en que había que cumplir lo prometido. Estaba aprendiendo el idioma del amor: los niños, al sentirse queridos por primera vez en su vida, se le juntaban, le sonreían y le mostraban un afecto solo comparable con el que él mismo empezó a sentir por ellos: ternura, compasión. Y sensación de una gran injusticia: la que tantas personas viven en la actualidad, mientras otras se entretienen, videojuegan y se emborrachan, perdidas en un mundo irreal y egocéntrico. Al regresar, cambió radicalmente de vida. ¿Se puede amar en un mundo de “consumidores esenciales de ocio”, al decir de Rof Carballo?
Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, en su libro de 1993, La llama doble, se refiere con valentía a esta situación actual: “La licencia sexual, la moral permisiva ha degradado a Eros, ha corrompido la imaginación humana, ha resecado las sensibilidades y ha hecho de la libertad sexual la máscara de la tiranía de los cuerpos”. Y también: “Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario”.
En esta sociedad maravillosa en la que nos ha tocado en suerte vivir, con la conquista social de la Democracia, el Derecho y las instituciones, el avance de la ciencia, etc., cada persona −cada generación− tiene que aprender el uso de su propia libertad interior, para orientar sus decisiones libres hacia el bien y para hacerse capaces para la donación y el amor. Solo así la persona individual será feliz y el ambiente social apropiado y respetuoso.
Por eso, gran parte de la educación consiste en enseñar a los hijos a ser capaces de aprender a dar y recibir una gran cantidad de amor. Porque, como dice Paz con perspicacia, “hay una conexión íntima y causal, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor”.
Asegura este mismo autor que “aunque el amor sigue siendo el tema de los poetas y novelistas del siglo XX, está herido en su centro, la noción de persona”. Por eso en este artículo les traslado una idea nuclear: hay que recuperar la idea de educar para el amor, con su doble llama, el cuerpo y el alma; enseñar a los hijos a amar con el cuerpo; y eso significa asociar lo moral a lo afectivo, porque estas dos dimensiones −el amor y la ética− son las que nos hacen humanos, personas, seres espirituales con cuerpo, psique y espíritu.
Esto supone formar a los hijos, a los jóvenes, con criterios éticos. Por ejemplo, en relación a la pornografía. Octavio Paz se perturbaba ante las gigantescas proporciones del fenómeno y reflexionaba: “Lo escandaloso no es que se trate de una práctica universal y admitida por todos sino que nadie se escandalice: nuestros resortes morales se han entumecido”. También: “El gran ausente de la revuelta erótica de este fin de siglo ha sido el amor”. Educar para el amor sin complejos, porque la revolución sexual se ha olvidado de algo: del amor. ¡Qué gran verdad!