Entrevista al Prelado del Opus Dei
Tiende a cruzar los brazos y, entonces, se le dilata una sonrisa de la que brotan palabras tímidas pero salpicadas de humor. A sus 72 años practica un buen revés de tenis. Su sobriedad expresiva se compensa con una mirada afable y profunda.
En la historia reciente de nuestro país el Opus Dei ha dejado honda huella. No solo por el origen aragonés de un fundador, que propagó un carisma divino a los cinco continentes. Fundamentalmente, importa su presencia en el ámbito educativo, público y, sobre todo, en la vida cotidiana de miles de personas de a pie. Y parece estimulante interrogar en profundidad al guía que lidera una nueva etapa.
Esta conversación se plantea como diálogo de corazón a corazón. No sobra contar a los lectores que arrancamos mendigando con fuerza la bendición del Espíritu Santo, en estas palabras y en el eco que produzcan. El deseo es preguntar con los que se preguntan; conversar con sinceridad valiente y constructiva, con toda la confianza y franqueza posibles.
Pasados ampliamente los cien primeros días desde su elección como prelado de la Obra, no sé si darle la enhorabuena o el pésame por la carga que ha caído sobre sus hombros. ¿Cómo vive el ser padre espiritual de miles de personas a lo largo y ancho del mundo?
Soy consciente de que recae sobre mí una gran responsabilidad, pero me encuentro tranquilo. Me ayuda sobre todo saber que Dios, cuando encarga una misión, da también la gracia necesaria para llevarla a cabo. Además, me conforta la cercanía y el afecto que me ha mostrado de modo tangible el Santo Padre, con motivo de mi nombramiento y después, cuando he tenido ocasión de verle. Me siento sostenido también por la oración y el cariño de muchos. Me viene a la cabeza una carta que recibí de un chico joven, que me brindaba ofrecer sus sufrimientos desde el hospital; de tantos miembros del Opus Dei y otras personas. Así me explico la serenidad que he notado en estos meses.
¿Después de ser elegido prelado, se dejan ganar sus contrincantes en los partidos de tenis?
Espero que no; fácilmente me daría cuenta y el partido perdería interés.
Recientemente vivió su primer viaje pastoral a España para visitar a fieles y amigos del Opus Dei. ¿Qué mensaje deseaba transmitir en tantos encuentros cara a cara?
En este viaje a España he querido recordar sobre todo que, como cristianos, hemos de poner a Jesucristo en el centro de nuestras vidas. Como subrayó Benedicto XVI en una frase de su primera encíclica (y que al Papa Francisco le gusta citar), el cristiano no se adhiere a una idea, ni solo a una doctrina, sino que sigue y ama a una persona: a Cristo. En esto he querido insistir en este viaje, poniendo el acento en el espíritu propio del Opus Dei, es decir, en que hemos de llevar la caridad de Cristo a la vida ordinaria, a la familia, al trabajo, al trato con los amigos.
En España el Opus Dei ha dado grandes frutos espirituales y sociales. Pero también genera controversia. Muchos han encontrado la salvación de Dios gracias a este carisma y son felices. También existen numerosas personas que cuentan (incluso públicamente) que su paso por la Obra ha supuesto heridas profundas. ¿Puede que algo no se haya hecho bien?
En los 22 años que he trabajado a su lado, he escuchado a don Javier pedir perdón a las personas que se han sentido heridas por el comportamiento de alguno de sus hijos. Yo me sumo a esa petición de perdón y deseo con toda el alma que esas personas curen sus heridas y superen su dolor.
San Josemaría solía decir que guardaba afecto a todas las personas que se acercaban a la labor formativa del Opus Dei, aunque fuese por una temporada. Imagínese el afecto que conservaba hacia las personas que habían llegado a pertenecer a la Obra. Él sentía una profunda paternidad espiritual: nunca se deja de querer a un hijo o a un hermano.
Conviene considerar dos planos distintos. Por una parte, el mensaje del Opus Dei representa un camino abierto para seguir a Cristo. Por otra, las actividades que desarrollan las personas y los centros de la Obra, en las que, como es natural, influyen las circunstancias y los modos de ser. Seguramente, entre tan gran número de personas y actividades −con buena intención− habrá habido errores, omisiones, descuidos o malentendidos. A mí me gustaría pedir perdón por cada uno de ellos.
Habla del perdón. Una de las bendiciones de la fe católica es que sabemos que la misericordia de Dios nos acoge a pesar de nuestros fallos. Incluso cuando esos errores mancillan su nombre. Quizás uno de los momentos más gozosos de nuestra historia se dio cuando Juan Pablo II pidió perdón en nombre de los hijos de la Iglesia universal.
Pienso que no debemos separar la petición del perdón de la alabanza a Dios propia del agradecimiento, por la multitud de dones que constantemente vuelca en su misericordia y nos llegan a través de la mediación humana, que se convierte en instrumento de la acción divina.
San Juan Pablo II nos dio un gran ejemplo a lo largo de su vida de esas dos dimensiones, que deben de estar siempre presentes al contemplar la magnificencia de Dios y la debilidad de los hombres. Así sucedió en aquella jornada del Perdón, que convocó dentro del Gran Jubileo de 2000. Y Benedicto XVI ha afirmado que el perdón es la única fuerza que puede vencer al mal, que puede cambiar el mundo. En primer lugar, hemos de pedir perdón a Dios. Además, pienso que tenemos que integrar en nuestra vida, como algo habitual, el pedir perdón y perdonar. Lo repetimos todos los días al rezar el padrenuestro, pero lo olvidamos en la práctica con demasiada frecuencia. Es cierto que hemos de respetar la verdad, que no podemos pedir perdón acusando indirecta e injustamente a otras personas con un meaculpismo superficial. Pero perdonar y pedir perdón son actitudes cristianas que no humillan sino que engrandecen.
La cristiandad occidental vive un invierno vocacional preocupante. A la vez, existen brotes primaverales en la Iglesia: frutos esperanzadores en comunidades que han madurado una renovada pedagogía de la fe. El Espíritu ha impulsado el paso de una ascética eminentemente voluntarista a una profundización en la gratuidad del amor de un Dios que sale al encuentro, que no requiere que le conquistemos con nuestros méritos, que necesita nuestra pobreza para desplegar su misericordia. ¿Cómo se vive y se anuncia actualmente esta relación con Dios en el Opus Dei?
El fundamento del espíritu del Opus Dei es la conciencia viva de nuestra filiación divina. San Josemaría escribió en Camino: «Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile −a solas, en tu corazón− que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo». El anuncio de la relación con Dios en el Opus Dei tiene ese enfoque. Como escribe san Juan: «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios, ¡y lo somos!»
En este mundo nuestro, tantas veces prisionero en la cultura del lamento, saborear así el amor de un Padre es crucial para vivir con esperanza.
Siempre, y especialmente en estos momentos, hemos de tener muy presente esta maravillosa realidad, que ayuda a superar los pesimismos que sobrevienen ante los problemas de la vida, la conciencia de los propios defectos, las dificultades de la evangelización e incluso ante la situación del mundo. Nuestra vida no es una novela rosa, sino un poema épico. Sabernos hijos de Dios nos ayuda a vivir con confianza, gratitud y alegría. Nos invita a amar este mundo nuestro, con todos sus problemas y con toda su belleza. La paz del mundo depende más de lo que cada uno aportemos, en la vida ordinaria, (sonriendo, perdonando, quitándonos importancia), que de las grandes negociaciones de los Estados, por necesarias y relevantes que estas sean.
Desde su primera carta pastoral como prelado, insiste mucho en la centralidad de Jesucristo. Para no derivar en el cristianismo como ideología, o como ritual bienintencionado, necesitamos experimentar y revivir constantemente un encuentro personal con el amor de Dios. Solo como consecuencia brota la vida cristiana y sobreabunda la gracia en la Iglesia. ¿Cómo ansía anunciar hoy el Opus Dei ese kerigma, que es buena noticia inagotable?
Fundamentalmente mediante la sincera amistad: de persona a persona, que es siempre mutuamente enriquecedora. Para la evangelización, resulta esencial el valor del testimonio y de compartir la propia experiencia de vida: es mucho más eficaz que los discursos teóricos. Lógicamente, esto no excluye la multiforme iniciativa personal que da origen también a actividades evangelizadoras muy diversas (labores de enseñanza, asistenciales, etc.), de algunas de las cuales la Prelatura se responsabiliza de su orientación cristiana y presta la atención ministerial de sacerdotes.
El Opus Dei nació en la Iglesia con carácter profético. Sin embargo, la muerte del fundador coincidió con los primeros años del tsunami posconciliar. Parece lógico que la Obra se aferrara a los cimientos. ¿Cabe que se hayan quedado tics de atrincheramiento, ante tanta confusión y caos como ha vivido (y vive) la barca de Pedro?
La fidelidad a Dios es una dimensión que siempre ha iluminado la historia a lo largo de los veinte siglos del cristianismo. La fidelidad a la fe cristiana, que es fidelidad a Jesucristo, se ha mostrado siempre dinámica, innovadora y transformadora. Pienso que efectivamente, después del Vaticano II, al ver las consecuencias de «la hermenéutica de la ruptura» (como la denominó Benedicto XVI en un famoso discurso), se ha planteado esa tentación del atrincheramiento que menciona.
En todo caso son reacciones coyunturales que es necesario superar −tanto la ruptura como el atrincheramiento−. Son consecuencia de haber cedido a una mentalidad dialéctica, política, que es ajena a la Iglesia, porque divide y rompe la comunión. En la Iglesia no hay, no debe haber, bandos ni partidos, sino unidad dentro del legítimo pluralismo.
El relativismo causa estragos en nuestra sociedad desnortada. La Obra es famosa por su fidelidad a la Iglesia y al Papa. Esto supone una bendición en tiempos convulsos. Acentuar la doctrina en medio de la tormenta aporta seguridad; por otra parte, puede desembocar en afán de tenerlo todo reglamentado. ¿Cómo armonizar la fidelidad sin fisuras a la Ley divina con la libertad gozosa de los hijos de Dios?
Muchos problemas surgen cuando planteamos dilemas innecesarios o reducimos la realidad a estereotipos dialécticos. Fidelidad o creatividad, ortodoxia o libertad, doctrina o vida… Pienso que hemos de vivir con una actitud integradora que es, por cierto, muy cristiana. La realidad no se deja encerrar en un esquema excluyente. Exige de nosotros un equilibrio, una ponderación, una integración que acaba siendo muy positiva también en las relaciones entre personas.
En efecto, la dialéctica genera cortocircuitos. Mirémoslo desde un prisma más integrador. A usted le encanta Beethoven: ¿Cómo seguir la partitura haciendo propia la interpretación?
Veo perfectamente compatible la fidelidad a la doctrina con la apertura a las inspiraciones del Espíritu. La historia de la Iglesia lo confirma. Sin perder su identidad, es permanente novedad. En este contexto, considero importante la libertad de espíritu, que, evidentemente, no consiste en la ausencia de obligaciones y compromisos, sino en el amor. Es lo que san Agustín expresó en la famosísima frase: «Ama y haz lo que quieras», o como escribió santo Tomás de Aquino en lenguaje diverso: «Cuanta más caridad tiene alguien, tiene más libertad».
Entonces, una fidelidad creativa supone vivir la libertad de amar deseando abrirse a la novedad perenne del Espíritu…
En efecto, los modos de decir y de hacer cambian, pero el núcleo, el espíritu, permanece inalterado. La fidelidad nunca proviene de una repetición mecánica; se realiza cuando acertamos a aplicar el mismo espíritu en circunstancias diferentes. Eso implica, en ocasiones, mantener también lo accidental; pero en otros casos induce a cambiarlo. En ese sentido, el discernimiento sereno y abierto a la luz del Espíritu Santo es fundamental; sobre todo para conocer los límites (a veces no evidentes) entre lo accidental y lo esencial.
Otro riesgo de la hipertrofia del celo doctrinal en nuestra Iglesia es la proliferación de almas atrapadas en un racionalismo que descarta la dimensión sensible en la relación personal con Dios: como si vivir la fe con el corazón fuese caer en el sentimentalismo. Como físico, ¿se atreve con una ecuación para crecer en intimidad con Dios?
Los años de estudio de teología, la cercanía a determinadas personas, me han llevado a valorar mucho la luz de la fe también para el ejercicio de la razón. Pero siempre sin minusvalorar la importancia de la dimensión sensible, del corazón, de las emociones, que son profundamente humanas. Nuestro Dios es siempre cercano: y en la Eucaristía Jesucristo se hace especialmente próximo a la intimidad de nuestro corazón.
Uno de los retos más provocadores que nos plantea nuestra época es recuperar el valor fecundo del silencio. La Obra es experta en formar cristianos llamados a vivir en presencia de Dios en medio del mundo. Quizás uno de los atajos nos lo regaló san Josemaría al invitarnos a meternos en el Evangelio, manantial permanente de sabiduría y paz, como un personaje más. ¿Cómo tocar a Jesús vivo, hoy y ahora?
San Josemaría, al aconsejar meterse en los relatos del Evangelio como un personaje más, transmitía su propia experiencia. Dios le concedió una fe viva en la encarnación, de la que surgía un amor ardiente a Nuestro Señor, a seguir las huellas de su paso por la tierra y a verlo como modelo. Jesucristo, siendo Dios, al ser y vivir como hombre entre los hombres, que crece y se educa, vive en un hogar de familia, trabaja, tiene amigos, trata con los vecinos, sufre y llora… Nos muestra el valor de todo lo humano a los ojos de Dios y que, por eso, nuestra vida corriente tiene, en unión con Él, valor divino. Así, podemos tocar a Jesús vivo en todas las ocasiones de la existencia ordinaria. Sobre todo, en los lugares privilegiados de la presencia del Señor: en los niños, los pobres, con quienes Él ha querido identificarse especialmente; en los enfermos, a los que el Papa llama «la carne sufriente de Cristo»; y del modo más intenso, como señalaba antes, en la Eucaristía.
El Opus Dei goza de una imagen de unidad fuerte, y eso es meritorio. Sin embargo, a veces no se aprecia con facilidad la práctica de una sana autocrítica. Sus primeras palabras escritas a los fieles de la Obra glosaban la cantidad de obras buenas (¡y reales!) que habéis protagonizado juntos. Me planteo si hablar solo de lo bueno y del ideal (y entiendo que es necesario hacerlo) quizás puede generar un caldo de cultivo propicio para la autocomplacencia o llevar al idealismo de confundir lo que se ansía ser (el carisma divino) con lo que en realidad se está siendo (la pobre ejecución humana, tantas veces).
La autocomplacencia es siempre un peligro para quien desea obrar el bien. Y en el Opus Dei, como todo el mundo, también tenemos que estar vigilantes ante ese peligro. Como decía antes, he trabajado cerca de don Javier Echevarría durante más de 20 años. Él solía repetirnos que las personas de la Obra ni somos ni nos sentimos superiores a nadie, que cada uno es capaz de cualquier maldad. Pero no basta la humildad personal, existe también una humildad colectiva, institucional, que tiene muchas manifestaciones: en el modo de hablar, en la admiración sincera hacia los demás, etc. Por eso, cuando reconocemos las obras buenas es para dar gracias a Dios, que es quien nos las concede, no para echarnos flores. Pido a Dios que nos libre del autobombo, contra el que nos ponía en guardia con frecuencia don Javier, siguiendo también en esto a san Josemaría.
En ese sentido, me resulta una expresión muy entrañable la que utiliza al hablar del Opus Dei como una partecica de la Iglesia. Las familias eclesiales, soñadas por el Espíritu Santo, corren en ocasiones un riesgo. En mi tierra le llamamos no ver más allá de la boina, es decir, vivir en la miopía del culto a la institución, al propio carisma, al fundador… ¿Cómo evitar promover la marca de la casa, y anteponer el rostro de Dios y la unidad con la Iglesia?
La expresión partecica de la Iglesia es de san Josemaría, que recurría al diminutivo típico de su habla aragonesa, para expresar el tono afectivo con que la empleaba. La tentación de la autorreferencialidad está siempre al acecho de todo el mundo. A veces por un exceso de entusiasmo, a veces por desconocimiento de otras realidades, o por un punto de vanidad. San Josemaría nos quiso prevenir de ese peligro al recordarnos con frecuencia que la Obra existe solo para servir a la Iglesia como la Iglesia quiera ser servida. Si servir a la Iglesia −necesaria expresión del amor a Jesucristo− es siempre una realidad en la vida de cada uno, iremos bien.
Me planteo si a veces rezamos por la unión de las religiones y olvidamos el ecumenismo intraeclesial. Un ejemplo: la familia es una de las grandes víctimas de nuestra sociedad y, por desgracia, de nuestra Iglesia. Para muestra, un botón. En España, ante una familia numerosa, es frecuente que te pregunten: «¿Del Opus o Kikos?» Pero muchos cristianos de a pie tienen la impresión de que tanto unos como otros van por su carril. ¿Cómo lograr que, siendo cada cual fiel a los dones recibidos, aprenda a amar la riqueza de los otros como fruto de la diversidad de la acción de Dios?
Para querer, antes hay que conocer. Muchas divisiones o malentendidos en el seno de la Iglesia se explican por la falta de conocimiento. Y se resolverían en buena parte con un mayor acercamiento a la realidad. Además, amar a Jesucristo comporta amar a todo el mundo, especialmente a quienes de un modo u otro dedican su vida al servicio del Evangelio. La alegría también es un puente sincero que une a las personas por encima de las diferencias.
En la línea de conocerse (primero al prójimo en la fe), planteemos una hipótesis. ¿Qué pasaría si organizarais alguna iniciativa juntos? Por ejemplo: ¿Qué ocurriría si un evento familiar fuera engendrado por Neocatecumenales y fieles del Opus Dei, o que la Gioventú Studentesca de Comunión y Liberación participara en un congreso UNIV, o suscitarais un acto interreligioso, codo a codo, con los Focolares?
Los católicos tenemos el riesgo, como advierte el Papa Francisco, de reducir el apostolado a estructuras, actividades o eventos, que en muchos casos no son particularmente eficaces para llegar al corazón y a la cabeza de personas que no conocen a Jesucristo. Lo central en la Obra es impartir una buena formación cristiana, para que cada uno actúe con libertad e iniciativa, individualmente. Esos posibles encuentros que menciona, a veces podrían ser útiles, y de hecho se dan en ocasiones, en particular cuando son el Papa o los obispos quienes toman la iniciativa. De todos modos, me parece que además de reunirnos, sobre todo nos encontramos en los lugares donde cada uno desarrolla su actividad habitual: en el ámbito del trabajo, de la educación, la cultura, la empresa, la política. Allí, ya están trabajando católicos de diferentes sensibilidades, y podemos colaborar en innumerables iniciativas de evangelización: con sentido ecuménico, del brazo con otros cristianos; y con espíritu abierto, junto con otras muchas personas de buena voluntad.
El próximo sínodo de la Iglesia estará dedicado a la vocación de los jóvenes, un tema sobre el que ha habido polémica con el Opus Dei. Un bienintencionado afán apostólico ha podido forzar algunas decisiones de entrega o convertir la misión en una tarea de la que hay que rendir resultados. Si ha sido así, ¿cómo evitar que vuelva a suceder? ¿Sería fecundo trascender el proselitismo y promover un apostolado del contagio?
Benedicto XVI y Francisco se han referido al proselitismo en el sentido negativo que ha adquirido en los últimos tiempos, especialmente en el ámbito ecuménico, y han explicado muy bien en qué consiste el apostolado cristiano. Naturalmente, el sentido con el que san Josemaría empleaba el término proselitismo no era el negativo; fue siempre un decidido defensor de la libertad. Es posible que en ocasiones algunos hayan cometido esos errores que menciona. Me viene ahora a la memoria, entre tantas manifestaciones prácticas de ese amor de san Josemaría a la libertad, un pequeño detalle, pero que considero muy significativo. Cuando una madre le pidió que bendijese al niño que llevaba en su seno, la bendición fue esta: «Que seas muy amigo de la libertad».
Quizás la meta sería que los demás, se pregunten: «¿De quién nace la alegría y el amor que experimentan estas personas?».
En efecto, no se trata tanto de hacer apostolado como de ser apóstoles. Por eso, repito que el testimonio es completamente necesario. Pero eso no excluye sino que exige la positiva transmisión del Evangelio, la propuesta del seguimiento de Jesús, que surge del amor a los demás y, en consecuencia, con un pleno respeto a la intimidad y libertad. En esto, como en todo, el ejemplo de Jesús es luminoso y decisivo. No solo «pasó por este mundo haciendo el bien», sino que también fue explícito y muy directo en sus propuestas concretas: «Sígueme», «Convertíos y creed en el Evangelio».
El Opus Dei se ha hecho referente por su inversión en educación a todos los niveles y en todos los continentes. ¿Cómo se vive en el mundo sin ser mundanos? A veces, en empresas sostenidas por instituciones religiosas se filtra la lógica del éxito y pasan a un primer plano el logro de la excelencia o los méritos tangibles premiados por rankings. ¿Cómo evitar terminar eclipsando la auténtica misión: mostrar cada vez más y mejor la belleza del rostro de Dios?
Antes me refería al peligro de los estereotipos dialécticos. Pienso que cuando algunas personas del Opus Dei promueven centros de enseñanza, aspiran a que sean excelentes desde el punto de vista profesional y, a la vez, a que se ofrezca una excelente educación cristiana, siempre respetando la libertad de los estudiantes y sus familias. No solo no existe contraposición, sino que el espíritu cristiano requiere la integración. Visto de otro modo, se trata de confirmar con obras que el hecho de ser cristiano no lleva consigo el descuido de lo humano, sino todo lo contrario.
Me temo que no he acertado a expresarlo bien. No es tanto un «o logros humanos o mostrar a Dios». Tampoco me refería específicamente a los apostolados de la Obra. Vivimos en clima de laicismo beligerante en el que es fácil que pensemos que nombrar a Dios resulta peligroso y es mejor dejarlo en la letra pequeña o lo acabamos añadiéndolo como una pegatina postiza. ¿Cómo afrontar el reto de hablar de Él con naturalidad, con pasión, sin complejos, como el amor bendito que sostiene nuestra vida y nuestras empresas?
Ciertamente, tenemos la sensación de vivir tiempos de inseguridad. Y a la vez, se perciben grandes deseos de cambio. Nuestro mundo parece alejarse de Dios y, sin embargo, se aprecia tanta sed espiritual…; tememos los conflictos, mientras manifestamos grandes ansias de paz. La acción de Dios se realiza hoy y ahora, en los tiempos que nos ha tocado vivir, y ¡ojalá nos abramos a ella! Cuando algunos pensadores hablan de que se han vuelto líquidas las relaciones interpersonales en nuestra sociedad, y apuntan a nuestro naufragio en lo efímero y lo superficial… Eso no puede llenarnos de pesimismo o amargura, sino espolearnos a contagiar la alegría del Evangelio.
Puede que uno de los primeros pasos sea asumir que no importan tanto los números como la gracia. Si vivimos un cristianismo de minorías pero con la fe imbatible de un grano de mostaza…
Estoy convencido de que uno de los desafíos más importantes de la Iglesia hoy es dar esperanza a cada persona, especialmente a los más jóvenes, a las familias que sufren dificultad o ruptura, y las víctimas de la pobreza (no solo material, sino tantas veces en forma de soledad o de vacío existencial). Afrontar este desafío, contando con nuestras limitaciones personales y pecados, solo es posible reviviendo en la mirada misericordiosa de Jesús y rogándole que nos envíe a llevar su amor a nuestros contemporáneos.
La Iglesia quiso para la Obra la fórmula de una prelatura personal al servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares. Pero no pocas veces se la percibe como una realidad extradiocesana. Siendo justos, muchos sacerdotes de la prelatura están paliando la escasez de sacerdotes diocesanos. Pero en términos prácticos, el hecho de que los fieles de la prelatura tengan medios de formación en centros propios, sus confesores, sus obras apostólicas…, puede propiciar que vivan al margen de la vida diaria de la parroquia. ¿Cómo afrontar el reto de ser piedras vivas (integradas y no adosadas) en la estructura de la Iglesia?
Quizá en este punto sucede que, cuando se habla de la Obra, se piensa sobre todo en los sacerdotes de la Prelatura, o en los numerarios. Pero la mayoría de los fieles de la Obra son supernumerarios, que participan activamente en la vida de sus parroquias, en la medida de sus posibilidades (conjugando sus obligaciones laborales y familiares). No siempre es fácil tener tiempo, y cada uno hace lo que puede. Por otra parte los sacerdotes de la Sociedad de la Santa Cruz son sacerdotes diocesanos plenamente volcados en las tareas pastorales de sus diócesis. En mi opinión, con el paso del tiempo, se hará más clara esa dimensión eclesial quizá hoy menos conocida.
A veces nos falta contemplar que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo. Y que cada uno, desde su vocación, aporta al caudal de gracia por la comunión de los santos. Pero me planteo si otro de los grandes desafíos en nuestra Iglesia es que las parroquias se enriquezcan más y mejor con los carismas que va suscitando el Espíritu Santo. Me temo que hace falta un esfuerzo por ambas partes, y superar prejuicios, saliendo al encuentro mutuamente.
En ese sentido, puede ayudarnos un cambio de actitud. En vez de contabilizar qué hace cada uno, dar gracias al Señor porque todos sumamos. En la primera carta que escribí como prelado, pienso que fui claro al respecto: «Deseo animar a algunos fieles de la Prelatura, cooperadores y gente joven, a ofrecerse para colaborar, con plena libertad y responsabilidad personales, en catequesis, cursos prematrimoniales, labores sociales, en las parroquias u otros lugares que lo necesiten, siempre que se trate de servicios acordes con su condición secular y mentalidad laical, y sin que en eso dependan para nada de la autoridad de la Prelatura. Por otro lado, quiero hacer una mención especial de las religiosas y los religiosos, que tanto bien han hecho y hacen a la Iglesia y al mundo. “Quien no ame y venere el estado religioso, no es buen hijo mío”, nos enseñaba nuestro padre. Me alegra, además, pensar en tantos religiosos, además de sacerdotes diocesanos, que han visto florecer su vocación al calor de la Obra».
Me viene a la mente, también, algo que suele cuestionarse a la Obra. Un aspecto de su práctica pastoral. El hecho de que hombres y mujeres estén separados, tan eficaz y necesario a veces, ¿Es un rasgo del carisma fundacional? ¿Quizás resulta antinatural cuando no admite excepciones? Externamente, puede percibirse como una consigna que asfixia iniciativas sanas que surjan naturalmente y/o que faciliten la convivencia de los jóvenes, el compartir espiritual de los matrimonios…
En la Obra, la separación entre mujeres y hombres se limita a los medios de formación, a los centros donde se imparte, a la organización de distintos apostolados. En esos casos, la separación es un rasgo del carisma original, que tiene bien experimentadas razones pastorales, aunque comprendo que algunas personas no lo compartan y prefieran otros modos de actuar, igualmente legítimos. Fuera de esos medios de formación, hay múltiples actividades en las que participan mujeres y hombres: cursos para matrimonios o para novios, sesiones para padres y madres de familia en clubs juveniles, iniciativas de parroquias llevadas por sacerdotes de la Prelatura, etc. Por no hablar de las innumerables actividades informales que surgen de la propia iniciativa y creatividad de las familias. Lo importante, en mi opinión, es que hombres y mujeres casados reciban la formación como una ayuda para reforzar su matrimonio y su familia; con ese deseo se les ofrecen los medios de formación de la Obra.
Vivimos tiempos tensos y a la vez apasionantes. Pienso en los lugares donde la Iglesia está perseguida. También allí, entre los misioneros del siglo XXI, hay muchos españoles del Opus Dei anunciando a Dios. En la vieja Europa vivimos algo anestesiados. ¿Cómo aliviar el martirio de tantos hermanos nuestros que están derramando su vida por Cristo?
En primer lugar, acompañándoles con la oración. No podemos acostumbrarnos a esas noticias que, desgraciadamente, suceden a diario. San Josemaría, que sentía vivamente todo lo que afectaba a la Iglesia, denunciaba la «conspiración del silencio» que pesaba sobre los cristianos perseguidos, en especial los que entonces vivían tras el telón de acero. Pidió a las personas de la Obra −y pienso que es un consejo que sirve para todos los católicos− que hiciéramos frente al silencio con la información, dando a conocer lo que sucede con los cristianos perseguidos, y ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades. La información es clave, porque dar a conocer la realidad puede movernos a ayudar más generosa y activamente.
En ocasiones tenemos la sensación de vivir en un mundo algo desmadrado. ¿Qué le ha pedido a nuestra Madre en su viaje a Fátima?
En su presencia materna, iba repasando algunos desafíos de este mundo nuestro, tan complejo como apasionante. Le pedía la gracia de llevar a todos el Evangelio en su pureza original y, a la vez, en su novedad radiante. En un mensaje posterior a mis hijos, escribía algo que pienso que puede servirnos: «La llamada a que cada uno de nosotros, con sus recursos espirituales e intelectuales, con sus competencias profesionales o su experiencia de vida, y también con sus límites y defectos, se esfuerce en ver los modos de colaborar más y mejor en la inmensa tarea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Para esto, es preciso conocer en profundidad el tiempo en el que vivimos, las dinámicas que lo atraviesan, las potencialidades que lo caracterizan, y los límites y las injusticias, a veces graves, que lo aquejan. Y, sobre todo, es necesaria nuestra unión personal con Jesús, en la oración y en los sacramentos. Así, podremos mantenernos abiertos a la acción del Espíritu Santo, para llamar con caridad a la puerta de los corazones de nuestros contemporáneos».
Pienso que estas palabras cierran felizmente una conversación en la que hubiera deseado abordar más temas. Pero hay que dejarlo aquí. Le agradezco de corazón el tiempo que ha dedicado. Gracias por su franqueza y por no rechazar preguntas incómodas. Gracias por haber intentado, juntos, tender puentes.
Yo también le agradezco el tiempo que me ha dedicado. Además, ha sido estupendo hablar en un clima de libertad, apertura y afecto, en el que siempre aprendemos unos de otros. Estoy contento de que me haya puesto algunas preguntas que quizá podrían parecer molestas, pero que han sido ocasión de tratar aspectos interesantes y que, además, estaban motivadas por un recto y sincero deseo de cooperar a la difusión de la verdad. Al decir esto, me vienen a la cabeza unas palabras de la tercera carta de san Juan: «Cooperadores de la verdad», que Joseph Ratzinger escogió como lema episcopal.
¡Gracias a Dios! Gracias también por su entrega para guiar espiritualmente a miles de personas de toda raza y condición, a lo ancho y largo del globo. Porque necesitamos que sigan construyendo, con la alegría del Evangelio, las familias, la Iglesia, y este bendito mundo nuestro. Ojalá cada lector sea, también, un ladrón que robe a Dios oraciones, para que pueda cumplir fielmente su misión. Entonces, en este partido, sí habrá salido ganando.
Entrevista de Teresa Gutiérrez de Cabiedes, en alfayomega.es.
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