El que prefería comprar pinceles y colores antes que alimentos, pudo asegurar con conmovedora convicción, la presencia de Dios en todo lo bello y bueno
Vincent Van Gogh[1]es, sin duda, uno de los artistas esenciales del siglo XIX. Sus cuadros −y sus cartas− nos impresionan hoy a nosotros y a miles de nuestros contemporáneos, porque dicen mucho, hasta el punto de que incluso pueden hablarnos de Dios. Por eso es un pintor de frontera, hoy más actual que nunca.
En la sorprendente novela de Markus Zusak, La ladrona de libros (2005), la pequeña Liesel intenta describirle al joven Max, prisionero en un sótano, cómo se ve el cielo aquel día: «Hoy el cielo está azul, Max, y hay una enorme nube alargada, desenrollada como una cuerda. Al final de la nube, el sol parece un agujero amarillo». Después de escuchar el relato, el joven suspira emocionado. Ha podido representarse el cielo en las palabras de Liesel.
Quizá sea esto lo que nos conmueve y emociona al contemplar las pinturas de Vincent van Gogh (1853-1890), quien supo captar el alma de las cosas sencillas y cotidianas para así poder volcarlas en su obra: «El arte es sublime cuando es simple», escribe a su hermano Théo. Cuando leemos sus cartas −que son el mejor autorretrato de su alma− descubrimos el historial de una pasión, la llamada ineludible hacia el lugar en que la belleza no permite distracciones: «Cuántas veces en Londres, al volver a casa por la tarde desde Southampton Street −le escribe el 12 de octubre de 1883−, me detuve a dibujar en los muelles del Támesis»; o los trigales bajo el cielo de Arlés que le arrebataban el corazón: «Son inmensas extensiones de trigo bajo cielos cubiertos, y no me vi en apuros para tratar de expresar la tristeza, la extrema soledad» (10-VII-1890).
Si intentáramos descifrar el relato de la vida de Vincent van Gogh, sus limitaciones y miserias materiales, sin duda, nos abrumaría con sus marcadas tristezas: «Era una miseria demasiado larga y demasiado grande la que me había descorazonado hasta tal punto que ya no podía hacer nada» (24-IX-1880). Sin embargo, su alma pudo nutrirse de una felicidad incomprensible para la mayoría, privilegio de los espíritus exquisitos y lúcidos; en la misma carta añadirá: «No sabría decirte lo feliz que me siento por haber retomado el dibujo» (24-IX-1880). La pasión por su arte le permite seguir produciendo belleza, aun desde el abismo de una enfermedad devastadora: «Me enfermé −escribe el 29 abril de 1890− en la época en que hacía las flores del almendro. Si hubiera podido seguir trabajando, hubiera hecho otros árboles en flor, como puedes suponer. Ahora los árboles en flor casi se terminaron». El privilegio que goza el presente con respecto al pasado nos permite saber que los árboles que pintó, esas flores de almendro, ya habían ingresado en la historia de las obras llenas de hermosura; pero también el abatimiento le había alcanzado el corazón, el mundo académico le había dado la espalda y la soledad lo había desquiciado.
Van Gogh tenía un profundo deseo de conocerse, de poner en claro qué cosas perturbaban su alma, qué pasiones incontrolables lo acorralaban: «Yo soy un hombre apasionado, capaz y sujeto a hacer cosas más o menos insensatas de las que a veces me arrepiento» (VII-1880); esto explicaría la razón por la que escribió a su hermano Théo unas 650 cartas y por la que pintó 27 autorretratos: «Se dice y lo creo de buena gana que es difícil conocerse a uno mismo; pero tampoco es fácil pintarse a uno mismo. Por eso estoy trabajando en dos autorretratos en este momento, también por falta de otro modelo» (5 ó 6 de octubre de 1889). En sus cartas esbozó un autorretrato tan elocuente en sus descripciones como lo son sus pinturas: «Quiero decir que aunque encuentre dificultades relativamente grandes, aunque para mí haya días sombríos, no querría, no me parecería justo que alguien me contara entre los desdichados».
Van Gogh fue un gran lector, enamorado de los libros y del conocimiento −«Yo tengo una pasión irresistible por los libros. Necesidad de instruirme como de comer mi pan» (VII-1880)−, con unas ansias de superación que nunca lo abandonaron: “Gasté más en colores y en telas que en mí” (5-IV-1888). El trabajo le produce una alegría desbordante: «Siento en mí una fuerza que querría desarrollar, un fuego que no puedo dejar extinguir, que debo atizar» (10-XII-1882). Y las ansias por perfeccionar su arte le posibilitan, incluso, caminos de reflexión: «La vida pasa así, el tiempo no vuelve, pero yo me encarnizo en mi trabajo, a causa justamente de saber que las ocasiones de trabajar no se repiten» (10-IX-1889). Como para avalar su convicción, cita una frase del pintor norteamericano Whistler: «Sí, lo hice en dos horas, pero para hacerlo en dos horas tuve que trabajar durante años» (2-III-1883).
Rememorando un poema de Goethe de 1810: «Si la vista no fuese como un sol, nunca podría mirarlo; si en nosotros no se encontrase el poder de Dios mismo, ¿cómo podría lo divino extasiarnos?», estremece recordar la candidez del alma de Van Gogh en sus primeros años, cuando el amor a Dios era su amparo y su refugio. En 1875, desde París, Vincent cuenta a Théo que alquiló una habitación y ha colocado cuadros en la pared; entre ellos Lectura de la Biblia de Rembrandt. En la carta describe e interpreta la escena del cuadro: «Es una escena que hace pensar en las palabras: “En verdad os digo, cuando dos o tres seres están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”» (6-VII-1875). Es un momento en el que los sueños le apretujan el alma y en que el amor a Cristo regocija su corazón en busca de esa luz que resplandecerá luego en su obra: «Tú sabes que una de las verdades fundamentales del Evangelio es que la luz brille en las tinieblas. Por las tinieblas hacia la luz» (15-XI-1875). El corazón de Vincent está empapado de amor a Dios. Había querido ser pastor y misionero en su juventud y solo se dedicó fervientemente a la pintura en sus diez últimos años de vida.
Desde la diafanidad de una mente y un corazón que aún no habían sufrido los embates de la enfermedad, Vincent, el artista que amaba los libros, el que prefería comprar pinceles y colores antes que alimentos, pudo asegurar con conmovedora convicción, la presencia de Dios en todo lo bello y bueno: «Del mismo modo sucede que todo lo que es verdaderamente bello y bueno, de belleza interior, moral, espiritual y sublime en los hombres y en sus obras, pienso que eso viene de Dios y que todo cuanto hay de malo y malvado en las obras de los hombres y en los hombres mismos, no es de Dios y tampoco a Dios le parece bien» (VII-1880). Medio siglo después, Simone Weil en A la espera de Dios escribirá en este mismo sentido: «En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios».
El escritor argentino Roberto Espinosa ha visitado recientemente la iglesia de Auvers-Sur-Oise, «esa iglesia gótica donde su corazón religioso se ha conmovido» y donde descansan los restos del artista: «Luego de deambular sin ton ni son en busca del “monumento”, sobre un muro y entre dos mausoleos, dos lápidas miran sin pestañear al sol del mediodía: Ici repose Vincent van Gogh (1853-1890) y a su lado, Théodore van Gogh (1857-1891). Un tapiz de hiedra abriga el dolor de las tumbas fraternas». Ninguno de los dos había cumplido los cuarenta años. Sus almas unidas, entre misivas y pinceles, en busca de la eternidad, de los colores y la luz de Dios.
[1] Nació en Zundert, Países Bajos, el 30 de marzo de 1853 y murió en Auvers-Sur-Oise, Francia, el 29 de julio de 1890. Pintó unos 900 cuadros y realizó más de 1.600 dibujos. Sus pinturas son de las más cotizadas actualmente en el mercado del arte, siendo uno de los principales exponentes del post-impresionismo. Una figura principal en su vida fue su hermano menor Théo, marchante de arte en París, que le prestó ayuda durante toda su vida y que murió seis meses después que él.