Un sentimiento interior que solo es capaz de cosechar quien siembra amor
Al fin, salían de la Clínica Emmanuel. ¡Con Marina!
No sé por qué digo “al fin”: la estancia había sido breve. Prácticamente, un visto y no visto. ¡Mejor! En cuanto se puede, como en casa en ningún sitio…
El ascensor abrió sus puertas en la planta segunda. Se podía escuchar el llanto de un recién nacido, procedente de alguna de las habitaciones. Cristina miró a Javier y este esbozó una sonrisa…
En el hall de entrada, se cruzaron con dos personas que llevaban sendos ramos de flores destinados, sin duda, a alguna mamá reciente.
Javier colocó el equipaje en el maletero del coche y se puso al volante. Cristina, sentada detrás, abrazaba a Marina.
¡Una farmacia! Javier aparcó frente a ella y se dirigió a comprar unos paquetes de pañales y una crema hidratante. Hombre prevenido…
Tras hacerse con aquellos, se situó en la fila del mostrador, pendiente de que le cobraran.
Su mente estaba en lo que les esperaba de vuelta al hogar: ¡Qué frágil es el ser humano! (el ser humano era Marina, en este caso). Ni habla ni camina, hemos de ocuparnos de alimentarla, de asearla… va a ser difícil dormir bien. Es absolutamente dependiente. Todos lo hemos sido, se dijo… así nacemos. Y pensó en Marina, como un bebé, aunque…
− ¿No tiene un billete más pequeño?, le preguntó la joven dependienta.
− Ya lo siento, respondió Javier, repasando su billetera mientras su mente “regresaba” a la farmacia.
La chica de la bata blanca hizo una mueca, entró a la rebotica, y salió con cambios suficientes.
Javier se dirigió al coche pensando en lo mucho que nos puede dar un ser humano frágil, que no puede valerse por sí mismo.
Tú lo sabes bien. Su mayor regalo es su existencia. Saca de nosotros toda nuestra capacidad de amarle incondicionalmente. De cuidarle, de atenderle, de sacrificarnos… Con ese sentimiento interior que solo es capaz de cosechar quien siembra amor.
Y esto −la dignidad− es igual para Cristina y Javier que para Marina (que en unos días cumplirá… noventa y muchas primaveras, con sus correspondientes inviernos…). ¿Qué?
Quizás la habías imaginado de otra edad; pero repasa y verás que ella −como un bebé, pero sin serlo− ya no sabe comer por sí misma, no habla, no camina, no se vale siquiera para asearse… Te diré más: Marina, frente a un espejo, no acaba de reconocerse. Se ha olvidado.
¿Y?
Su dignidad intrínseca dimana del hecho de ser persona. No depende, por tanto, de su edad, o de su estado de salud. No de que nadie se la atribuya. Todo lo que cabe hacer es, siempre, respetarla y protegerla.
Insisto: por lo que es, un ser humano. Ese es el sustento de nuestra esencial dignidad. No lo que tengamos. Tampoco lo que seamos capaces de hacer. O de dar. No cabe en modo alguno poner el acento en los a veces idolatrados resultados materiales, productividad, eficacia… eso sería instrumentalizar (convertir en un medio) a alguien que tiene un valor intrínseco.
Pretendo hoy, con Marina, reivindicar a tantas y tantas personas que, por sus limitaciones −físicas, psíquicas, sensoriales− tienen dificultades (a veces, incluso imposibilidad) para aportar la menor “productividad”.
Es verdad que hay algunas personas que rompen sus barreras, con coraje, espíritu de superación y determinadas circunstancias que no en todos se pueden dar, y adquieren o desarrollan habilidades increíbles como pintar con la boca o tocar la guitarra con los pies. Admirables.
Pero hoy quiero dar voz en este post a personas (con la misma dignidad que las anteriores, que tú, que yo) que −como un recién nacido− no pueden pintar, escribir, tocar la guitarra… No ya con los pies (seguro que ni tú ni yo sabemos); ni siquiera con las manos.
Hombres y mujeres que, en ocasiones, no tienen ni tan siquiera la posibilidad de ver o de escuchar una guitarra… Que incluso pueden carecer de la capacidad de entender o sonreír a quienes les hablan −y les aman−.
Pero seres humanos, capaces de sacar de nuestro corazón los mejores acordes. De hacer verdadera poesía de nuestra prosa cotidiana. Si queremos…
Todo lo que saben ofrecerte (y no es poco) es que les acompañes, les cuides, que les hagas donación incondicional de tu ayuda, de tu afecto.
En ese camino, entreverado de amor y dolor, podrás vivir lo que expresó R. Tagore: “dormía y soñaba que la vida era alegría. Desperté y vi que la vida era servicio. Serví y vi que el servicio era alegría”.
¡Cuánto debemos a esas Marinas “aparentemente improductivas”! Por cierto… mañana puedes serlo tú. O yo.
¡Cuánto a familiares, voluntarios, profesionales, etc. que tanto aportan volcándose en su cuidado! Por cierto, también, hoy puedes serlo tú. O yo.
Acabo: déjame que te regale este breve vídeo de alguien que volvió a ser niño…
Espero que te haya dado alas.
Si te ha hecho pensar, te pido un favor: sé la voz de estas personas.
Y, si quieres, difunde. Harás bien.
Muchas gracias.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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