Nos duele cada vida perdida, porque pensamos que todas tienen un valor infinito sobre el que no podemos decidir
Estábamos viendo pruebas ayer mismo para instalar un sistema combinado de pizarras y pantallas en el MPXA. El asunto me interesaba mucho y seguía con atención los comentarios que nos hacía una proveedora muy capaz. Hasta que, después de señalarle un posible inconveniente, ella reconoció que el sistema producía cierto «desperdicio perimetral». Me impresionó tanto que lo repetí en voz alta, «desperdicio perimetral, desperdicio perimetral», quizá por miedo a olvidar la expresión. Me miraron, claro, con unos ojos a los que asomaba el esfuerzo por discernir si me había vuelto loco o si se había pronunciado una palabra incorrecta.
«Desperdicio perimetral» se parece a «daño colateral», pero significa cosas distintas. El segundo puede producirse o no, mientras que el primero entra ya en los planes. Supongo, por ejemplo, que los impresores denominarán así, o de un modo parecido, los cortes de guillotina para que cuadre el tamaño del libro: todo ese papel que sobra en los bordes. Aplicado a personas, el daño colateral es más de militares y el desperdicio perimetral, más de doctrinarios. Se intenta evitar el daño colateral o, al menos, acotarlo. El desperdicio perimetral se planifica: pienso en las políticas contra el sida y los millones de muertos que no se han querido evitar o en ideologías como la de género, el transhumanismo o el posthumanismo, o aquellas que defienden lo que ocurre en Venezuela.
Todos sabemos en qué acabará lo de Venezuela, aunque no exactamente cómo. La diferencia radica en que a algunos les parecerá desperdicio perimetral y a otros nos duele cada vida perdida, porque pensamos que todas tienen un valor infinito sobre el que no podemos decidir.