Sin amigos se hace imposible lo humano de la vida del hombre que, a diferencia de los animales, es capaz de compartir algo más que el pasto
Ortega atribuye a Benedetto Croce la afirmación de que «pelma» es quien que te quita la soledad sin hacerte compañía. Y lo cierto es que la fastidiosa pesadez del pelma suma todos los inconvenientes de la soledad y de la compañía sin ninguna de sus ventajas. De ahí que merezca ser tomado por el verdadero antónimo de la amistad, incluso más genuina y esclarecedoramente que el enemigo.
De hecho, el enemigo no quiere ni pretende ser nuestro amigo, mientras que el pelma puede procurarlo con una dedicación que se nos hará penosa. El enemigo niega la amistad, el pelma la procura haciéndola imposible, sin hostilidad pero sin gracia. Por eso el pelmazo señala por defecto lo esencial de la amistad que, a mi juicio, no es el amor que se opone al odio del enemigo, sino algo más elemental pero no menos decisivo, a saber: la compañía que acaba con la soledad.
Ciertamente, en su sentido más valioso, la compañía requiere de una afinidad interior que es un hecho más bien raro y afortunado. Por eso, si bien es verdad que los amigos −a diferencia de los parientes− se eligen, no es del todo cierto que se trate de una elección que nosotros hacemos, sino más bien de algo que nos pasa: nos pasa que nos dirigimos atraídos hacia aquellos cuya compañía se nos hace grata y valiosa.
De ahí la semejanza que Aristóteles asegura que es necesaria para que pueda darse la amistad. La distinta profundidad de esa coincidencia dará lugar a toda la gama de los grados de la amistad. Borges, por ejemplo, creía que no era necesaria la confidencia y decía tener amigos que lo eran realmente pero de cuyas bodas ni siquiera se había enterado. Es posible. Pero, aunque la amistad admita muchas formas y grados de intensidad, no es menos cierto que en su forma más propia los amigos lo son íntimamente.
Espíritus tan distintos como Montaigne, Cicerón o Aristóteles coinciden en decir del amigo que es «otro yo», y que sin amigos ni la vida más afortunada lo sería en realidad. Por eso la confidencia no solo es posible, sino propia de la amistad más lograda, pues requiere sentir que al respecto de lo confiado el amigo es una ampliación de nuestro yo y parte de nuestra intimidad: yo soy nosotros. Y es que sin amigos se hace imposible lo humano de la vida del hombre que, a diferencia de los animales, es capaz de compartir algo más que el pasto.
En efecto, la compañía −del latín cum panis, con el mismo pan− es la sociedad que fortalece la vitalidad de los amigos porque comparten su principio, su alimento, ya sea en sentido real o figurado: una afición, un ideal, unas costumbres u opiniones, una edad o el transcurrir de las etapas de la vida. Así que la amistad es una especie de vecindad interior por la que los amigos viven en el mismo lugar esencial, aunque éste sea solo el sitio donde se juntan a pasar el tiempo.
Pero, a diferencia de los amantes, los amigos no pretenden bastarse el uno al otro, ni vivir en los pronombres, y tampoco experimentan que el tiempo se haya detenido en un éxtasis que añorarán. Al revés, a los amigos cuando están juntos el tiempo se les pasa volando porque la amistad es, precisamente, un pasar juntos el tiempo de la vida que dedican a lo que les une. Y eso que les une es constitutivo de la amistad, tanto si se trata de un apasionado ideal o de un pasatiempo acostumbrado.
«Dos cabalgan juntos» es la expresión con que Homero acertó a describir a los amigos. Pero mejor todavía lo dijo Miguel Hernández cuando dedicó su elegía más bella «a Ramón Sijé, con quien tanto quería», y no «a» quien tanto quería. Y no es que a los amigos no se les quiera por ellos mismos, es que la forma propia de ese amor tiene un asunto distinto de la propia amistad. Así que, aunque los amigos hablen entre sí −y mucho− el uno del otro, lo que más les une es aquello otro de lo que hablan, o hacen, o esperan o intentan juntos.
Pero no es un simple pasar el tiempo, sino un salir juntos a los asuntos del mundo y de la vida corriendo una misma suerte. Mientras que quienes comparten hogar tienen a dónde volver juntos, los amigos tienen en común el mundo y sus asuntos a los que salen a correr una misma suerte: como Alonso Quijano y Sancho Panza, cuya relación es distinta de la que tienen con sus familias, con sus vecinos y hasta con sus amores.
De hecho, la modernidad del relato de Cervantes se refleja en que la relación entre caballero y escudero se va transformando en una relación de amistad, entre iguales a la luz de un mismo destino y de unas andanzas comunes. Y esa misma es la modernidad inaudita que supuso el cristianismo como religión, cuyo Dios, el único que pasó el tiempo de su vida con los hombres, declaró no llamarlos ya siervos sino amigos, pues lo había compartido todo con ellos.
Pero más todavía: si el desquiciado hidalgo no estuvo del todo o irrecuperablemente loco fue porque Sancho no le dejó solo. Si como dijo Gadamer, los hombres somos una conversación, entonces los amigos son los que evitan que nuestra vida se convierta en un monólogo desquiciado que nadie atiende. No estar solo consiste en que la propia vida sea −con sus hechos y con sus dichos− una conversación abierta y en marcha con otro, con el amigo.
«Sin la amistad no hay vida, o por lo menos, vida digna de un hombre libre», dice Cicerón, mientras que si se han tenido amigos uno puede estar cierto de haber vivido, y de haber tenido una vida bendecida por la amistad de aquellos a los que ha querido.
Higinio Marín, en levante-emv.com.
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