Imagino que cuando leas a Pedro Paricio entenderás más, si cabe, el sentido de la introducción que hoy recojo aquí
En Te escribo porque me importas te indico, entre otras cosas, que este blog participativo tiene entre sus finalidades la de dialogar con claridad y respeto, romper silencios −u omisiones− que equivocan o empobrecen.
Más veces de las debidas, señalo, el ambiente dominante −y en ocasiones dominador− parece invitarnos a esa inacción. Me rebela cualquier falta de libertad −aunque sea subjetiva−. Y, por ello, ambiciono una sociedad informada y participativa, con empuje, con iniciativa. “¿No crees −pregunto− que a veces callamos, o buscamos un ‘perfil bajo’, calculada pero indebidamente, imprudentemente, inoportunamente? Faltan, quizás librepensadores; pero aún escasean más los ‘libreexpresadores’. Y, quizá, sobran complejos. Necesitamos, sin duda, un mayor protagonismo ciudadano”.
Imagino que cuando leas a Pedro Paricio Aucejo entenderás más, si cabe, el sentido de esta introducción que hoy recojo aquí.
Cuando invité a Pedro a publicar un post −sobre lo que quisiera y como él quisiera− aceptó, generosamente.
Y aquí lo tienes, hablándonos como ciudadano −valenciano− y como católico −universal−. También como educador. Yo le agradezco su post; en el que −lejos de encerrarse ni en catacumbas ni en sacristías− se pronuncia personal y públicamente de forma abierta y clara. Sin la menor pretensión de imponer ni −lo doy por hecho− de soportar imposición. Ajeno a cualquier “corrección política”. Como piensa. Como es.
Estoy convencido de que el post no te va a dejar indiferente. Puede ser bueno, aquí, repasar lo de “Sé libre. Vive”…
Es importante que, en cualquier caso, su entrada nos sirva para pensar. Ya mencioné una vez que donde todos piensan lo mismo, solo hay uno que piensa. O ninguno. Por ello, como siempre, los comentarios, desde el respeto, enriquecerán el análisis.
Leamos ya qué piensa Pedro, al que desde aquí le reitero mi agradecimiento.
La llegada al poder de formaciones populistas y nacionalistas de izquierda en algunas comunidades autónomas, como el caso de la valenciana −desde donde escribo−, ha supuesto la irrupción del hostigamiento a la enseñanza concertada. Su paulatina introducción de medidas para dar la vuelta al modelo educativo ha generado algo más que malestar en los integrantes de este amplio colectivo. Diálogo, recogida de firmas, manifestaciones multitudinarias, presentación de recursos legales…, son algunas de las acciones que −ante el anuncio de reducción de aulas y conciertos en estos centros por parte de las nuevas autoridades educativas− han emprendido entidades, organizaciones y sindicatos docentes, en representación del alumnado, las familias, el profesorado y la patronal del sector afectado.
Las disposiciones de los actuales gobernantes son tachadas de injustas y acosadoras por los principales actores implicados, pues de nada han servido ni la demanda social de tales instituciones docentes, ni el derecho a ser elegidas por parte de los padres, ni la calidad de la educación impartida, ni la labor social desempeñada. Si −frente a la pregonada querencia de aquellos dirigentes políticos por la escuela única, pública y laica− la realidad evidencia que, en la Comunitat Valenciana, casi el 40% del sistema educativo está soportado por la enseñanza concertada, y de ésta un elevado porcentaje es de ideario católico, no resulta descabellado pensar que lo que está en juego para la escuela concertada católica tiene mucho que ver con su confesionalidad.
Su problema no es sólo el del número más o menos abundante de aulas suprimidas, el de las innecesarias complicaciones que se generan a alumnos y familias, el de los profesores despedidos o el de las pérdidas que tengan que superar los propietarios de los centros docentes. Desde mi punto de vista, la mayor contrariedad es la de que su legítimo ideario −libremente reclamado por buena parte de la sociedad− pueda ser laminado por la imposición de una voluntad política arbitraria.
Lo que está en juego aquí es la tradición formadora de la Iglesia, que ha visto siempre en la educación −como proceso que capacita para vivir en plenitud y ser verdaderamente humano− una de sus primeras responsabilidades. Peligra la continuidad de esa larga historia milenaria en nuestros días, precisamente cuando la exposición de la actual juventud a riesgos que no se daban en otros tiempos requiere de los principios suministrados por la fe católica y de un recto criterio que guíe la propia vida y la ponga en disposición de contribuir al bien de la humanidad.
Lo que está en juego aquí es el acceso al modo exclusivo que nuestra fe tiene de ver la realidad, contemplándola desde la perspectiva del misterio divino. Su sensibilidad interior enriquece al ser humano, abriéndole al interrogante fundamental de la existencia y situándole en su encrucijada.
Lo que está en juego aquí es el encauzamiento del anhelo humano de transformar la sociedad por medio de la revolución verdadera, que no viene dada por las ideologías −incapaces de salvar al mundo sólo con sus propios planes y deseos−, sino por el Dios vivo, garante de una libertad, una verdad y una justicia que están más allá de nuestras posibilidades operativas.
Lo que está en juego aquí es el discernimiento entre la omnipotencia de Dios y el deficiente poder de los hombres. Mientras que aquélla redime al mundo mediante la infinita paciencia de la misericordia, éste lo destruye por la torpeza de su impaciencia.
Lo que está en juego aquí es la captación de la sabia y completa providencia de Dios en nuestras vidas, frente a la fría e interesada planificación de lo entendido como políticamente correcto, que −en el mejor de los casos− reduce la existencia del Ser Supremo al ámbito de lo privado.
Lo que está en juego aquí es la consecución de la felicidad de la persona, que no se logra apartándola de la serena visión de lo sobrenatural −y anestesiándola con un diluvio de insatisfactorios sustitutivos−, sino a partir de su relación íntima con Dios, la única que abre y amplía los horizontes de la existencia humana.
Lo que está en juego aquí es la obtención de un destino de infinitud, en el que, por gozar de una existencia definitiva y permanente, se posea una vida interminable y auténtica, sin el desespero de esta tierra inquieta, sin la impaciencia del huidizo tiempo, sin el cansancio de cargas que abisman, sin el agobio de urgencias sin sentido, sin la ansiedad de la nada aterradora, sin la pena de una alegría que no se sabe definitiva. Es un destino que nos abre a la gran revelación: que la vida es Cristo, que sólo Él sabe que el precepto del Padre es la vida eterna y que sólo Él es quien nos la da para que no perezcamos para siempre.
Lo que está en juego aquí es, en definitiva, la grandeza integradora de la fe como escuela insuperable de civilización y divinización. ¿Somos conscientes de ello los católicos? ¿Estamos dispuestos a defender su belleza?
Fuente: dametresminutos.wordpress.com.
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