Entrevista al anterior director de la Sala de Prensa de la Santa Sede y actual presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger
El pasado 16 de abril Benedicto XVI cumplió 90 años. Federico Lombardi, director de la Sala de Prensa de la Santa Sede de 2006 a 2016 y, desde entonces, presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger, analiza para Vida Nueva su legado como teólogo, cardenal, Obispo de Roma y Papa emérito a través de 10 momentos que han marcado su vida y la de la Iglesia.
¿Cómo recuerda el período de Ratzinger como prefecto?
A decir verdad, no tenía prácticamente ninguna relación directa con el cardenal Ratzinger cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), por tanto no tengo experiencias que contar. Pero desde 1991, como director de los programas de Radio Vaticano, naturalmente seguía con atención sus actividades. Siempre he tenido una grandísima estima hacia él, desde que yo era estudiante de teología en Alemania (1969-1973) y él era un brillante profesor. La lectura de Introducción al cristianismo me impresionó profundamente, digamos que hasta me entusiasmó. Me ha parecido siempre un teólogo que reflexionaba sobre una fe vivida y manifestaba una espiritualidad profunda y sincera. Admiraba su claridad y me pareció siempre muy equilibrado en sus juicios y posiciones.
Estaba convencido de que Juan Pablo II hizo una óptima elección al llamarle para que guiara la CDF, y los dos juntos, Wojtyla como Papa y Ratzinger como prefecto de la CDF, hacían una “pareja formidable”. También cuando tomaba posiciones que suscitaban críticas (teología de la liberación, Dominus Iesus...) estaba convencido de que lo hacía por el bien de la Iglesia, me fiaba de él y admiraba su valentía. Considero el Catecismo de la Iglesia Católica una gran empresa y un gran servicio al pueblo de Dios. Pienso que difícilmente habría llegado a puerto sin su capacidad y su gusto por pensar ordenadamente y hablar con claridad, la vastedad de su cultura teológica y su voluntad de servir a la comunidad de la Iglesia. También admiré mucho su devoción personal en el servicio a Juan Pablo II, por ejemplo cuando ejercitó su finura teológica al leer e interpretar algunos textos muy particulares, como en su bellísima Presentación al Tríptico Romano y, sobre todo, en la Presentación del Tercer secreto de Fátima, que dudo que fuera exactamente “su especialidad”.
¿Creía que Ratzinger pudiese convertirse en el sucesor de Juan Pablo II? ¿Cuándo y cómo le pidieron a usted que se convirtiera en el director de la Sala de Prensa vaticana?
Recuerdo bien aquel cónclave de 2005. Aunque no era todavía director de la Sala de Prensa, sí que era director de Radio Vaticano y del Centro Televisivo Vaticano (CTV). La muerte de Juan Pablo II fue un evento mundial y extremadamente apasionante. En aquel mes inolvidable, el papel del cardenal Ratzinger se manifestó como extremamente relevante, porque era el cardenal decano del Colegio cardenalicio. Tenía por tanto que guiar las Congregaciones de cardenales preparatorias del cónclave, presidir la gran Misa de Exequias y la de Pro eligendo Romano Pontifice, inmediatamente precedente al cónclave, y lo hizo con gran autoridad y sereno dominio de la situación, pronunciando homilías inolvidables. Se manifestó una personalidad que no era solo la del gran teólogo de una inteligencia superior, sino también la de un guía sabio y experimentado, que se movía a un nivel superior. Si se añade la confianza que se había granjeado por parte de Juan Pablo II, su vasta experiencia en la Iglesia universal y el conocimiento de la Curia, confieso que su elección no me sorprendió, es más, me habría sorprendido que eligieran a otro.
Por lo que respecta, en cambio, para mi nombramiento a la dirección de la Sala de Prensa, debo decir que me pilló totalmente por sorpresa. Habían empezado a circular algunas voces, pero no las tomaba en serio. Me parecía que ya tenía bastante que hacer con la radio y el CTV y no me había imaginado de ninguna manera que se pudiera pensar en mí, que soy una persona reservada, para esta responsabilidad muy “expuesta”, en sustitución de un hombre experto y ciertamente rico de grandes dotes en el campo de las relaciones públicas y en el mundo periodístico como Joaquín Navarro-Valls.
No obstante, yo llevaba ya 15 años dentro del mundo de las comunicaciones vaticanas, por lo que conocía bastante bien el Vaticano y los superiores me conocían a mí; naturalmente conocía también a un buen número de periodistas; me defiendo en algunos idiomas; había vivido con paciencia y sin asustarme un tiempo de relaciones difíciles con la prensa durante los ataques contra Radio Vaticano por la llamada “contaminación electromagnética”... En resumen, tal vez se me veía como la solución más sencilla, económica e inmediatamente disponible, a la mano y sin riesgo de sorpresas, para un problema que no era nada fácil como la sustitución de un hombre capaz como Navarro-Valls, que había ocupado brillantemente el puesto durante más de 20 años. Recuerdo que el cardenal Sodano, secretario de Estado, me habló por primera vez de ello en un coloquio que había solicitado para tratar otro asunto. Me dijo que los rumores que circulaban tenían fundamento; le dije que naturalmente deseaba que me ahorraran esa responsabilidad y él me respondió que hablaría con mi superior general y que me “preparara para decirle que sí”.
En resumen, la cosa estaba prácticamente decidida y se comunicó pocos días después. Yo no he buscado nunca ninguna de las “misiones” que me han sido confiadas, pero no me he echado para atrás cuando mis legítimos superiores han considerado que tenían que confiármelas. Como era al principio del verano, en la víspera de la partida del Papa al Valle de Aosta, tuve un bello coloquio con Benedicto XVI en Les Combes, un escenario maravilloso delante del Mont Blanc. Fue muy gentil, como siempre, y me animó a desarrollar la nueva responsabilidad en colaboración con la Secretaría de Estado, lo que intenté hacer. Las relaciones más directas y personales con él se desarrollaban según las necesidades, por ejemplo con ocasión de todas las visitas de los jefes de Estado o de Gobierno, que no eran pocas, o cuando pedía un encuentro o una aclaración particular.
¿Qué significó para el Santo Padre, como alemán que vivió la Segunda Guerra Mundial y el período nazi, la visita al campo de concentración en mayo de 2006?
El de Polonia en realidad es el único viaje al extranjero de Benedicto XVI que no hice, porque no era aún director de la Sala de Prensa. Los dirigentes de Radio Vaticano teníamos la costumbre de alternarnos en los viajes entre el director general y el director de programas. Entonces el director de programas era polaco, el P. Koprowski, y por tanto le dejé con gusto la posibilidad de participar en el viaje de Benedicto XVI a Polonia, pues él podía seguirlo mucho mejor al conocer el país y la lengua. No obstante, naturalmente recuerdo bien aquel viaje. Recuerdo la expectación y la emoción por la visita al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau por parte del Papa alemán, un hombre que había vivido, aunque era muy joven, el tiempo del nazismo, y la profunda meditación que allí pronunció.
Ciertamente estaba en el centro de las miradas, no siempre favorablemente dispuestas hacia él. Es una persona, en cualquier caso, con una conciencia pura y serena, y aun siendo un poco tímido pero valiente, supo afrontar sin miedo las situaciones más difíciles. Como tuvo ocasión de decir con orgullo en las sucesivas discusiones sobre el “caso Williamson”, sabía que se había esforzado siempre hasta el fondo en sus estudios para cultivar relaciones positivas y correctas con el mundo judío. Esto se verá también en los últimos años en diversos puntos importantes y delicados de su libro sobre Jesús de Nazaret.
¿Cómo vivió el Papa las crisis políticas y diplomáticas nacidas tras su intervención en la universidad alemana el 12 de septiembre de 2006?
De esto se ha hablado ya casi hasta la saciedad y él mismo se expresó sobre ello en los dos libros-entrevista con Peter Seewald –Luz del mundo y Últimas conversaciones–, explicando que había pensado en una lección académica sin darse cuenta de la lectura parcial y “política” que podría haberse hecho. Pero la gestión de la situación en los días sucesivos, en mi opinión, fue buena y oportuna, con una serie de declaraciones y de explicaciones por parte del Vaticano a niveles más altos, y hasta las realizadas por él mismo con mucha sencillez y claridad, los contactos con los embajadores de los países de mayoría musulmana y la preparación del viaje a Turquía.
Siempre he pensado y sigo repitiendo que aquel asunto en realidad se concluyó de modo definitivo dos meses y medio después, con la histórica visita del Papa a la Mezquita Azul de Estambul con plena serenidad, una ocasión y una imagen con la que quedó clara a todo el mundo su actitud respecto al islam. Es más, siempre he pensado que aquella crisis fue una ocasión para poner sobre la mesa con mayor claridad temas cruciales sobre los que se evitaba hablar, como la relación entre la religión y la violencia, y por tanto sirvió para dar un efectivo paso adelante hacia una mayor profundidad y sinceridad en el diálogo con el mundo islámico. Hoy muchísimos reconocen que en realidad el discurso de Ratisbona fue no solo valiente, sino que también tuvo visión de futuro y debe incluirse entre los méritos de Benedicto XVI pese a los inconvenientes que entonces surgieron.
En 2009 se publicaron los datos recogidos por la comisión irlandesa encargada de investigar los abusos a niños. ¿Había resistencias internas para implementar las medidas lanzadas por el Papa en este campo?
El asunto de los abusos sexuales a menores por parte de miembros del clero o en instituciones dependientes de la Iglesia ha sido ciertamente uno de los aspectos más dolorosos del pontificado de Benedicto XVI. Hay que observar no obstante que no le pilló desprevenido, porque ya como prefecto de la CDF se ocupó de estos hechos horribles, que habían comenzado a salir a la luz, y tuvo un papel importante para definir las medidas a adoptar desde el punto de vista de la disciplina de la Iglesia. En Estados Unidos, la crisis explotó de forma clamorosa en los primeros años del 2000.
La famosa y durísima expresión sobre la “suciedad en la Iglesia”, escrita por Ratzinger en el texto del último Vía Crucis en el Coliseo del pontificado de Juan Pablo II, se refería ciertamente también a estos crímenes, que causaron en él horror, sorpresa y profundísimo dolor. Pero en su pontificado la crisis se amplió a otros países, como Irlanda y Alemania, y se retomó con fuerza en EE. UU. Estalló además la cuestión del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. El Papa lo afrontó con una mirada profunda y amplia y con determinación, no solo bajo el aspecto disciplinar, sino de la necesidad de un verdadero proceso de purificación y de renovación pastoral en la Iglesia, con la escucha a las víctimas y el compromiso de curar sus heridas, las indicaciones para un serio compromiso de prevención en la elección y formación del clero, de los religiosos y de los operadores pastorales, y la difusión de una cultura de la protección de menores.
Su compromiso fue también personal, con repetidos encuentros con víctimas de abusos durante sus diversos viajes y con el reconocimiento sincero de las responsabilidades de personas e instituciones eclesiales. En definitiva, considero que el modo en el que Benedicto XVI vivió y condujo este dolorosísimo asunto es uno de los grandes méritos de su pontificado, además de un luminoso testimonio de su humildad y de su caridad pastoral: verdaderamente cargó sobre él el peso de la presencia del mal y del pecado en la comunidad eclesial. Él nos enseñó a movernos con determinación, paciencia y constancia en este dédalo de problemas, que no se resuelven nunca para siempre.
¿Cómo vivió el Papa este período? Para usted, ¿ha sido la etapa más dura como director de la Sala de Prensa?
La difusión de documentos reservados no es un método nuevo que se haya inventado en el Vaticano. Es un método bastante común en el mundo para influir sobre la opinión pública con ciertos intereses o para influir sobre eventos en curso, para llevar a cabo luchas o para desacreditar a alguien. No es difícil encontrar periodistas o las vías para hacer estas operaciones. Como sabemos, por desgracia puede suceder también en el Vaticano, sobre todo cuando hay situaciones o períodos de tensiones, como sucedió con el llamado Vatileaks, en un contexto de discusiones sobre todo sobre cuestiones de reformas administrativas, nuevas y técnicamente complejas, que habían sido iniciadas.
El aspecto particularmente doloroso para el Papa es que la fuente principal de la fuga de documentos estaba muy cercana a él y era una persona hacia la que sentía familiaridad y confianza. Dijo que fue para él un misterio cómo pudo suceder esto. Efectivamente, el corazón del hombre es a menudo misterioso. El Papa quiso que la “justicia humana” del Tribunal vaticano siguiese su curso y pronunciase una justa condena al mayordomo por lo que había hecho; pero luego quiso cerrar definitivamente el asunto con un acto de gracia y de misericordia, manifestado también en un encuentro personal.
Benedicto XVI dijo claramente que su renuncia no hay que leerla absolutamente como una consecuencia de estos acontecimientos, sino a la luz de las valoraciones frente a Dios acerca de si sus fuerzas eran todavía adecuadas o no para llevar el peso de los compromisos que exige la responsabilidad del gobierno de la Iglesia universal. Si uno toma conciencia de lo que suponen los compromisos de los viajes, e incluso las grandes celebraciones públicas presididas por el Papa, las asambleas sinodales y otras reuniones prolongadas, la serie continua de audiencias importantes con personalidades eclesiásticas o políticas, la necesidad de tomar decisiones comprometidas una después de otra o de realizar consultas sobre ellas... y se piensa que el Papa había pasado ya los 85 años, no hacía falta del Vatileaks o de misteriosos complots para entender que con plena libertad tomó una decisión de alta responsabilidad para el bien de la Iglesia.
Basta hacer la pequeñísima observación de que desde hacía tiempo utilizaba la plataforma móvil para recorrer la nave de San Pedro, como hizo Juan Pablo II en los últimos años. ¿Cómo habría podido presidir los actos de la Semana Santa que se celebraba poco después de un mes tras su renuncia? ¿Cómo habría gobernado la Iglesia en un tiempo comprometido con fuerzas en evidente y obvio declive? La respuesta, para una persona lúcida y humilde como Benedicto XVI, era casi obvia. A mí me parece evidente y continúo pensando que todos sus sucesores le agradecerán que haya “abierto” esta posibilidad.
Por lo que a mí respecta, ciertamente el tiempo de la gran fuga de documentos fue difícil y desagradable. He intentado siempre desarrollar mi servicio a favor de una información y una valoración objetiva de la situación, con buena conciencia pero sin angustia. Debo decir que el asunto de los abusos sexuales, en el que me sentí muy implicado y en sintonía con el Papa al intentar interpretar y hacer comprender su línea y su posición, ha sido y continúa siendo para mí el tema más doloroso de los que me he ocupado.
Benedicto XVI ha escrito ‘Deus Caritas est’, ‘Spe salvi’ y ‘Caritas in veritate’. ¿Cuál piensa que es la mayor contribución de cada uno de estos textos a los católicos y al mundo en general?
Deus Caritas est es probablemente la más “personal” de las tres encíclicas, sobre todo en la primera parte, que es maravillosa y me parece preciosa para hacer entender el lazo íntimo y en ambos sentidos entre el amor de Dios y el amor humano, también entre el hombre y la mujer. El amor misericordioso de Dios es el tema principal tanto para Juan Pablo II como para Francisco, y evidentemente también lo era para Benedicto XVI. ¿Y cómo podía no serlo, siendo el corazón del anuncio cristiano?
Spe Salvi captura en profundidad la necesidad de esperanza que está muy difundida, pero a la que le cuesta salir a la luz y a la conciencia común; afronta sinceramente el problema del mal en el mundo como desafío a nuestra fe, y propone una vez más, y de forma clara, la cuestión de la vida eterna, de la esperanza después de la muerte, de la que Ratzinger ha hablado durante toda su vida, también antes del pontificado. Y sin embargo es apropiado hablar de ella, porque todos debemos morir.
Caritas in veritate es una gran encíclica, que se coloca en la línea del magisterio social de la Iglesia y de la que se sentía necesidad en el contexto de la gran crisis económica de los años recientes, de la globalización y de la proliferación de la crisis ecológica. Es un anillo de conjunción importantísimo entre las encíclicas sociales de Juan Pablo II y la Laudato si’ de Francisco, de la que anticipa y prepara muchos aspectos.
¿Pudo imaginar alguna vez que iba a vivir un hecho así?
Intenté vivir aquellos días en sintonía con él y hacer llegar a los periodistas y al público el espíritu de responsabilidad frente a Dios y a la Iglesia que había animado al Papa a tomar aquella decisión, como también del espíritu de fe con el que confiaba al Espíritu del Señor el acompañamiento de la Iglesia. Porque la Iglesia es del Señor y no del Papa y, por tanto, habría continuado con confianza y serenidad su camino. Naturalmente, la situación era nueva, por lo que debía acompañar a los periodistas y al público en un camino en el que intentar buscar gradualmente las respuestas oportunas a las preguntas nuevas de todo tipo que se planteaban día a día: preguntas sobre las motivaciones del Papa, sobre cómo vivir espiritualmente la situación, sobre las normas canónicas o de otro tipo que había que observar, sobre la preparación de la sede vacante y del cónclave también desde el punto organizativo o logístico... hasta cómo se iba a hacer llamar y cómo se iba a vestir el que había sido Papa (la dicción “Papa emérito” no existía todavía y fue precisamente una de las respuestas de aquellos días).
Fueron días intensos, en los que consultaba continuamente con un gran número de fuentes diversas, del sustituto de la Secretaría de Estado al secretario del Papa, de la Gendarmería a los servicios técnicos del Governatorato, al Maestro de ceremonias... de modo que llegara preparado a la cita cotidiana con los periodistas, que venían de todo el mundo. En resumen, caminamos juntos acompañando los emocionantes últimos días del pontificado y llegando hasta la elección de Francisco. La fe y la espiritualidad de Benedicto XVI nos ayudaron de verdad a sentir que estábamos viviendo un pasaje histórico llevados de la mano del Señor. Naturalmente, no había imaginado antes que iba a vivir días similares. Pero si se tiene fe, no hay motivo para tener miedo.
¿Cómo vivió usted la convivencia entre el papa Francisco y el papa Benedicto? ¿Visita al Papa emérito alguna vez?
La convivencia entre Francisco y el Papa emérito corresponde bien a lo que podía imaginarme. Estaba absolutamente seguro de que Benedicto XVI, con su discreción, no habría dado ningún problema a su sucesor y que su presencia reservada iba a ser sentida por Francisco como una riqueza, un recurso espiritual para la Iglesia y específicamente para su ministerio. Lo que no podía saber antes es la gentil finura de los gestos de atención de Francisco hacia su predecesor, o la belleza de las imágenes de sus encuentros: los abrazos cordiales y los momentos de oración arrodillados el uno junto al otro delante del Señor. Percibo también con grandísima alegría el afecto con el que innumerables personas siguen esta última etapa de la vida de Benedicto XVI: se sienten unidas a él espiritualmente, admiran y gozan con el amor sincero entre Francisco y Benedicto XVI. ¡Todo esto es muy bonito!
Yo visito al Papa emérito algunas veces y puedo hablar con él. Me siento en un sillón a su lado y hablamos con toda normalidad. El diálogo es muy natural y agradable, porque su mente y su memoria están lucidísimas, ni siquiera le falta un fino sentido del humor y su atención hacia el interlocutor me impresiona, como siempre me ha impresionado en el pasado. Es bueno no alargarse demasiado, porque él se implica verdaderamente en el encuentro y, por tanto, puede también cansarse. Para mí son experiencias muy bonitas porque además de admirarlo, lo quiero de verdad. Pero intento ser discreto. Sé que a su edad también los encuentros agradables pueden ser cansados y muchas otras personas desean verlo. Georg Gänswein es el mejor guía para saber cómo actuar y cuándo es apropiado pedir una cita.
¿Cuál es para usted la mayor contribución de Ratzinger como teólogo? ¿Y como Pontífice?
La obra del Ratzinger teólogo es vastísima, me parece difícil sintetizarla en pocas palabras. Tal vez valga la pena insistir en su modo de ser teólogo. La reflexión seria, sincera y rigurosa en la fe y sobre la fe, sin evitar y buscando responder a las preguntas más cruciales de las personas y de la cultura de nuestro tiempo. Y se trata de una fe vivida personalmente, pero en la Iglesia, conjunta y sólidamente con la Iglesia, al servicio de la verdad que en último término es Dios mismo. Cooperatores Veritatis (Cooperadores de la verdad) es el lema que eligió al ser nombrado arzobispo de Múnich, y que expresaba su identidad antes de tal servicio. Me parece que su principal legado como teólogo es su testimonio sobre lo que es el servicio del teólogo creyente, una teología nutrida de fe y profundamente entretejida de espiritualidad.
Su servicio como Papa está en continuidad con esto. Recordar a la Iglesia el primado de Dios y de la fe, naturalmente una fe vivida en este mundo y en este tiempo, capaz de estar en relación con la experiencia y con la cultura contemporánea. Pienso que su compromiso al realizar su gran obra sobre Jesús de Nazaret durante todo su pontificado y antes de la renuncia es un mensaje para nosotros. Es el testimonio de que la relación viva con la persona de Jesús ha sido el centro y el alma de su vida en las distintas etapas, también en su servicio como Papa y ahora en la última fase.
Entrevista de Darío Menor, en vidanuevadigital.com.
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