Hace 25 años se puso en marcha en la R. D. del Congo el Hospital ‘Monkole’, un proyecto que nació para mejorar la atención sanitaria de los habitantes de Kinshasa
Este año están de aniversario y con esa ocasión algunos de los responsables hacen memoria de todo lo vivido allí.
África no es el lugar donde Karen Blixen y Denys Finch −Memorias de África (1986)− dieron rienda suelta a su pasión. Tampoco es el verdadero escenario de una antagónica relación, como la que tuvieron Rose Sayer y Charlie Allnut −La reina de África (1951)− mientras huían de las tropas alemanas. Porque solo es eso: un escenario. Un lugar ficticio que enturbia la realidad. Podríamos decir que África es el “rincón de pensar”. Pensar por qué nosotros tanto, y ellos tan poco. Pero, sobre todo, reflexionar qué podemos hacer para que ellos vivan mejor. Mientras tanto, ya hay quien lleva tiempo realizando una labor más que encomiable en estos parajes tan utilizados por el cine y las empresas de turismo.
Tomamos un ficticio avión desde Madrid con destino al país más grande de África: la República Democrática del Congo. En concreto a Kinshasa. Quince horas de vuelo y una escala en Adís Abeba, capital de Etiopía. Por fin llegamos. Una bofetada de calor húmedo y sofocante acompañará nuestra experiencia. Un primer choque que anticipa lo que será nuestra estancia en los próximos días. Aunque para algunos este mismo viaje ha hecho del Congo un hogar para toda la vida, como es el caso del traumatólogo Juan José Echarri [Med 78], o Jean Joseph como firma en su e-mail. Llegó allí con 28 años para ayudar con la labor del Opus Dei y desembocó en otro proyecto que para nada entraba en sus planes. Y mientras para unos es loable, él no le concede demasiada importancia: «Tampoco te creas que no me dio un poco de miedo ir a la aventura. Pero creo que no hay que exagerar. Si vas encuadrado en un objetivo, es mucho más fácil que ir en plan aventurero. No veo heroísmo en eso».
Un Indiana Jones de bata blanca que durante unos días se encuentra en Pamplona para asistir a unos cursos de formación en la Clínica Universidad de Navarra, hacerse su chequeo médico y quedar con algunos familiares y conocidos. Hombre serio y cercano, trajeado y de conversación distendida, que alberga en su mente, como quien conserva un tesoro, la experiencia de tanto tiempo. Su estado de WhatsApp revela que es merengue: «¡Hala Madrid!» proclama en la app. Médico por vocación propia y no familiar, el Dr. Echarri nunca decidió que su destino estaría en un lugar como este: «Yo no viajé por motivos exclusivamente profesionales. De no ser así, no habría ido. Todo vino solo... así que, en cuanto conseguí la licencia médica, empecé a ejercer en la ciudad».
Kinshasa, además de ser la capital de la República Democrática del Congo, es la ciudad más grande del país. Conocida hasta 1966 como Leopoldville −fue propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica durante veintitrés años−, se trata del centro administrativo, económico y cultural de la nación. La Constitución promulgada en 2006 −la última data de 2015−, en su artículo 2 Sobre la soberanía, reconoce su carácter administrativo de ciudad y provincia. Crece a la orilla izquierda del serpenteante río Congo, justo antes de precipitarse en las cataratas Livingstone. Y en la otra orilla, Brazzaville, la otra capital nacional. Un territorio que se extiende a lo largo de más de treinta kilómetros de este a oeste, y quince de norte a sur. Gran parte de la superficie de la región es rural, cubierta por una sabana arbolada, que tiñe de verde frondoso la zona. Nada que envidiar a un paisaje asturiano.
Pero si nos centramos en la sociedad que viste las calles día tras día, las ganas de turismo se desvanecen. Solo unas cifras: según los datos obtenidos en 2015, Kinshasa podría superar los diez millones de habitantes, lo que la situaría entre las treinta mayores ciudades del mundo. Por otro lado, el Banco Mundial descubre que el 95 por ciento de sus empleos son ilegales, dato inigualable al del resto de zonas urbanas de África. Por último, el estudio elaborado por REEJER (Redes de Niños y Jóvenes Educadores de la Calle, en sus siglas en francés) en 2015 estima que veinte mil niños viven, e incluso trabajan, en la calle. De esta cifra, el 44 por ciento son niñas y se arriesgan a caer en una vida aún peor.
Kinshasa fue el lugar donde se detectó la primera infección por VIH, en 1920, en la sangre de un residente local. Hoy alcanza la escalofriante cifra de veinticuatro mil infectados en todo el país. También ha estado surtida de numerosos saqueos entre 1991 y 1993: «Fue un momento duro. Y a pesar de la escasez de alimentos, no había odio. Los militares y la gente pobre hicieron lo posible para sobrevivir. Sin embargo, se podía hacer vida normal en la calle», recuerda el Dr. Echarri.
Estos saqueos fueron seguidos por una crisis económica disparada por un sistema político y económico ineficaz y corrupto en todo el país. También sufrió gravemente los excesos, la corrupción y el nepotismo del gobierno del mariscal Mobutu, así como las miserias acarreadas por la Primera Guerra del Congo, que engendró su caída y juicio en TEDH por el famoso «Caso Mobutu». Le siguió Laurent-Desiré Kabila, más tarde asesinado. Y actualmente está al mando Joseph Kabila, quien intentó detener la guerra civil y hacer que se retiraran del país las tropas extranjeras. Lo consiguió con cierto éxito. Pero algo enturbia su expediente presidencial. En 2006 tuvo que responder ante la justicia internacional implicado en crímenes sexuales cometidos por el Ejército congoleño. El alto tribunal señaló que unos trescientos soldados habían sido declarados culpables de las acusaciones.
Los medios de comunicación son un blanco fácil cuando no se quiere escuchar lo que se debe oír y nadie quiere que vuelva a ocurrir lo del diario Elima. Sus páginas desprendían cierto toque de oposición contra Mobutu, cuyos seguidores, los Hiboux (búhos), se tomaron la justicia por su mano y colocaron una bomba en la redacción. Fin a los opositores. Este esbozo del país bien parece un grabado de punta seca −técnica artística en la que se utiliza un punzón fino y afilado sobre una superficie− que clava y duele en el alma.
Hoy ya no hay bombardeos ni conflictos, pero se vive en unas condiciones muy duras. Es muy normal carecer de luz y agua potable en casa, el sistema de transporte es muy precario y no existe ningún régimen organizado de recogida de basuras −un cúmulo de despropósitos que suma una esperanza de vida de 56 años−. Y aun con todo «los congoleños son eminentemente alegres, es una gente muy animada que gusta de las bromas, de reír y de disfrutar de la vida. Son muy fáciles en el trato, muy abiertos», describe Echarri. Aunque quedan heridas por cerrarse.
Una fecha: 1989. Don Álvaro del Portillo decidió viajar al Congo para toparse con esta estampa en blanco y negro, con una periferia vasta y pobre, pero no se amedrentó. Habló con Juan José Echarri de forma clara: «Don Álvaro nos sugirió que sería interesante hacer algo médico. Ya se veía que la medicina estaba realmente mal. Estuvo con los obispos de la Conferencia Episcopal y fue entonces cuando el cardenal Laurent Mosengwo le pidió a la Obra un hospital en condiciones. La falta de medios hacía que los sacerdotes y misioneros fueran enviados al extranjero para tratar todo tipo de dolencias, lo que elevaba el gasto. Sin embargo, nosotros ya teníamos el proyecto en marcha y, cuando el ICU (Instituto per la Cooperazione Universitaria) nos dio una financiación de la Unión Europea, pudimos hacer más cosas».
Como todo lo que empieza de cero, sus inicios fueron complejos: «Al principio teníamos poca gente en las consultas. De hecho, empezamos con un solo médico [el propio Dr. Echarri] y dos personas más, porque la gente nos conocía poco. Conseguimos firmar un proyecto de colaboración con la Embajada de Canadá para que financiaran la mitad del precio de la consulta, los medicamentos y todo el trabajo de analítica en el laboratorio. Con el tiempo, empezó a venir mucha gente. Llegamos a tener en consulta unas treinta personas al día». En 1991 contaban ya con tres camas de observación, y casi medio millar de congoleños se beneficiaban de sus servicios.
Pero no fue hasta 1997 cuando recibieron una oportuna ayuda de la ONG española ONAY y gracias al esfuerzo invertido por Pablo Martínez [Der 92] desde 1996, con la elaboración, seguimiento y justificación de los proyectos que han financiado el Gobierno de Navarra, Fundación Caja Navarra y la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo para construir el Centro de Protección Madre-Hijo de Monkole, hoy un lugar de referencia en la región. En 2001, el Gobierno congolés estableció el dispensario como Hospital General de referencia de la zona de Mont Ngafula, al sur de Kinshasa, por lo que los centros de salud de esas barriadas les transfieren los pacientes más graves.
Un problema añadido: los congoleños tienen que recorrer largas distancias para llegar a un centro de salud. Una solución: Monkole decidió ensanchar su radio de atención con la creación de tres centros −antenas− donde se practican actividades sanitarias ambulatorias y de promoción humana y social: en el barrio de Kindele se encuentra la antena Eliba (1996), la antena Kimbondo (1997) en Telecom y la antena Moluka (2003) en el de Herady/Selembao. Cada una de ellas asistida por una enfermera, un técnico de laboratorio, una empleada administrativa y otra de limpieza. Además, un médico atiende alternativamente las Antenas durante toda la semana, y aquellos pacientes que necesitan hospitalización los trasladan a Monkole.
La alta demanda de servicios médicos obligó a construir hace dos años el hospital actual: ciento diez camas para la hospitalización que cuentan con servicios clínicos de base como Medicina interna, Pediatría, Cirugía, Obstetricia y Ginecología, Urgencias y Reanimación, y una zona ambulatoria con varios consultorios de Farmacia, Laboratorio y Radiología. Para entonces casi terminan las obras de los servicios de lavandería y cocina, un distintivo de Monkole con respecto a otros centros, donde las familias se encargan de cubrirlos.
Y poco a poco se fue erigiendo, entre vientos y borrascas tropicales, el gran árbol que es hoy en día Monkole [el Hospital toma el nombre de un árbol de hoja perenne de la selva congoleña que da una gran sombra]. En 2014 el centro ya había recibido más de ochenta y tres mil pacientes, y las hospitalizaciones sobrepasaron las cuatro mil.
Como curiosidad, mientras una operación en España cuesta alrededor de diez mil euros, allí es de trescientos. «En España todo es más caro. Este es un precio convencional que hemos puesto a la gente. No puedes pedir grandes sumas de dinero a quien no tiene, pero andamos muy justos», asegura Echarri. El gasto público en salud en la República Democrática del Congo se sitúa en el puesto 135 −del total de 192− en el ranking elaborado por el diario Expansión de países por importe invertido en sanidad al año.
Pero no solo la inversión sanitaria es insuficiente. En estos países, la medicina «de dudosa reputación» y la presencia de chamanes y brujos dificultan la labor de los profesionales. «Cuando viene un enfermo, no eres la primera persona que visita. Previamente ha pasado por la medicina tradicional, pero como todavía le duele, acuden a ti». Un hecho muy frecuente: «No se obliga a nadie a ir. Creo que la gente busca más una base psicológica a estos tratamientos», asevera Echarri. Son costumbres, tradiciones asentadas desde hace años.
Cuando Honoré de Balzac aseguró que «el matrimonio debe combatir sin tregua la costumbre» no se alejaba mucho de la realidad. Álvaro Perlado y su mujer, Mayte Ordovás, ambos farmacéuticos, son de ese grupo de aventureros inquietos: «No nos valía quedarnos en el intento. Vimos la oportunidad para aprender cosas nuevas y crecer humanamente». Y decidieron embarcarse, hace dos años, en un proyecto. Juntos. De la mano. «Cuando llegas, cuesta adaptarse a muchas cosas, como la cultura, la ciudad o la falta de medios tanto en casa como en el trabajo». Fueron con Álvaro, su primer hijo, y acaban de ser padres de Borja. Aunque los dos niños nacieron en Madrid, han tenido que acostumbrarse a vivir en Kinshasa: «Álvaro se ha adaptado bien. Ha sido más complicado para el pequeño. El calor del trópico es duro para un recién nacido».
Su día a día también ha cambiado: «Trabajamos de lunes a sábado de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Cuando llegamos a casa hacemos vida familiar. No tenemos muchas alternativas en la zona donde vivimos. Los domingos aprovechamos para ir al centro de la ciudad y dar un paseo». La distancia que hay entre el hospital y la ciudad es de veinte kilómetros «pero en muchas ocasiones se tarda tres horas en hacer el trayecto. Intento programar las reuniones en la ciudad a primera hora de la mañana para aprovechar el resto de la jornada, porque, si no, estás perdido», explica Perlado. La familia vive en unos alojamientos que tiene Monkole preparados para visitantes: «La parcela está muy limpia, con agua potable; y cuando no hay luz utilizamos el grupo electrógeno del Hospital».
El recibimiento en su nuevo hogar no les dejó un buen sabor de boca: «A la semana de llegar Mayte con Álvaro −Borja aún no había nacido− hubo varias concentraciones en la ciudad contra el Gobierno en las que murieron cuarenta personas. Desde casa se escuchaban los tiros. Fueron días de incertidumbre en nuestra familia, porque no sabíamos si nos íbamos a tener que volver a España por motivos de seguridad. Afortunadamente, nuestros compañeros de Monkole estuvieron muy pendientes de nosotros y nos sentimos muy acompañados; y tras dos semanas, la situación se calmó». Mayte ha dado a luz en España, pero al comparar el hecho de ser madre en España y en África asegura que «el sentimiento y la felicidad de la maternidad es el mismo, con la diferencia de la logística»
En España una madre sale del hospital y todo es posible: «Los pañales los encuentras a cualquier hora en supermercados y farmacias; para preparar los biberones siempre tendrás agua potable y electricidad para esterilizarlo y calentarlo; tienes seguros médicos privados que hasta son a domicilio, o siempre puedes ir a un hospital público», cuenta Ordovás.
Las madres africanas son fuertes, luchadoras y están acostumbradas, desgraciadamente, a estas dificultades: «En mi caso todo esto me hace ser más previsora, práctica y prudente», asiente.
Sobre maternidad, los últimos datos de la CIA (Agencia Central de Inteligencia, en inglés) revelan que en 2015 hubo casi treinta y cinco nacimientos por cada mil habitantes. Son pocos. Pero lo que preocupa es el dato de supervivencia: «Muchas mujeres dan a luz en unas condiciones muy precarias en centros de salud donde por norma general no se cumplen los requisitos mínimos de higiene y donde la experiencia profesional del personal asistencial es muy escasa. Además, durante el embarazo no suele haber ningún tipo de seguimiento, y es en el momento del parto cuando la madre recibe la primera atención médica», detalla Ordovás.
Los resultados de mortalidad materno-infantil son ampliamente superiores a la de los países europeos: por cada cien mil nacidos, son 693 madres y 7.100 niños los que mueren en el parto o al poco tiempo. En España estos valores son de cinco y trescientos, respectivamente.
La veteranía que aportan los años de experiencia de los profesionales de Monkole subrayó la necesidad de priorizar la atención a las madres y a los hijos. María Dolores Mazuecos, doctora y perteneciente al comité de dirección del Centro, recuerda el caso de una mujer que se llamaba Alice: «Se sentía mal y acudió a Monkole cuando solo éramos un pequeño dispensario. Era viuda y tuvo que ponerse a trabajar en el mercado para sacar adelante a su familia. Tenía una patología grave −aunque sea el Congo, prima el secreto profesional−, por lo que sus seres queridos decidieron acudir a nosotros porque no veían otra alternativa en la medicina tradicional o en otros centros de la zona. Finalmente se recuperó».
Pero no es el único caso, también está el de Béatrice: «Presentó complicaciones durante el embarazo. Tenía convulsiones y perdía el conocimiento con bastante frecuencia. Rápidamente la llevaron a las urgencias de Monkole, donde fue operada. Al despertar nos preguntó: “¿Qué ha pasado?”, y le dimos la noticia de que había sido madre. Se sintió tan conmovida, que aún hoy nos repite que, si hubiera aterrizado en otro hospital, seguramente estaría muerta».
Razón no le faltaba a Béatrice. La formación de los profesionales «para prevenir y evitar complicaciones, a veces fatales, es importante. Muchos niños menores de cinco años llegan en condiciones extremas por no haber puesto a tiempo el remedio oportuno», asegura Mazuecos y añade: «Béatrice tuvo suerte. Otras madres acuden a otros centros, e incluso a curanderos, y para cuando las recibimos nosotros ya es demasiado tarde». De hecho, periódicamente se organizan programas de formación sanitaria, de sensibilización y de refuerzo de capacidades de los centros de salud de la zona. Por muy lejos que estén: «¡Cuántas veces la Dra. Tendobi −ginecóloga− ha tenido que atravesar un puente de lianas con su aparato de ecografías en brazos, para hacer consultas prenatales en esos centros y formar al personal!»
A mediados del año pasado comenzó un programa social denominado Forfait Mamá: «Por medio de este programa, las madres más desfavorecidas del área de salud del Hospital pueden acceder a una asistencia médica durante el embarazo, el parto y los días posteriores por un precio fijo de cincuenta euros», explica Perlado. Pero el Hospital tiene que hacer frente a unos costes medios por paciente de cuatrocientos euros: «Vimos la necesidad de aumentar los recursos económicos para asegurar su viabilidad a largo plazo y para ello creamos EBALE, una plataforma de donaciones en la que proponemos la colaboración económica de particulares e instituciones de países europeos a modo de apadrinamiento». Todavía hay zonas donde diez euros al mes dan para mucho.
Antes de la puesta en marcha de EBALE, su objetivo estaba en acoger el primer año a trescientas cincuenta madres, y en tan solo diez meses lo han superado. Esperan atender a cerca de quinientas madres al año, lo que supone una inversión de 175.000 euros anualmente: «Las mujeres que se han acogido al programa se sienten agradecidas, aunque a veces nos cueste convencerlas para que vengan porque piensan que al ser un hospital grande, nuevo y limpio, creen que es para personas ricas».
Ante la pregunta «¿Ha previsto volver a España?», Juan José, Álvaro y Mayte responden que no. Algo tiene Kinshasa que enamora y engatusa el espíritu: «Vivir aquí te enseña a querer a la gente. Es más fácil aprenderlo porque la humanidad de la persona es más palpable», asegura Perlado. Ya dijo Antoine de Saint-Exupéry en El Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». La falta de recursos y de tecnología ayuda a centrar la mirada en lo que verdaderamente importa.
En este 25 aniversario, Mazuecos hace balance: «Hemos llegado hasta aquí gracias al esfuerzo, a la generosidad y al trabajo de muchos. Pero, sobre todo, al trabajo del día a día de las personas implicadas».
Monkole no solo está para curar enfermedades, también para prevenirlas y aliviar las necesidades de los habitantes de la zona. Llevan recorrido mucho, pero aún queda trecho por andar.
Borja Centenera, en Nuestro Tiempo.
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