“La creciente aversión de la opinión pública a la pena de muerte y las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de su aplicación, constituyen manifestaciones visibles de una mayor sensibilidad moral”
La tutela del bien común hace necesario que la autoridad pública legítima tenga el derecho y el deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos. (Cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia. N. 402 y ss.; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266).
El Estado debe reprimir los comportamientos lesivos de los derechos del hombre y de las reglas fundamentales de la convivencia social, a la vez que remedia, mediante el sistema de las penas, el desorden causado por el delito. En el Estado de Derecho, el poder de infligir penas queda justamente confiado a la Magistratura: «Las Constituciones de los Estados modernos, al definir las relaciones que deben existir entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, garantizan a este último la independencia necesaria en el ámbito de la ley» (S. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Nacional Italiana de Magistrados (31 de marzo de 2000), 4).
La pena tiene la doble finalidad de defender la seguridad del orden público y de las personas singulares, y a la vez de ser instrumento para la corrección del culpable y su reinserción en la vida social (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266).
Hay que defender, en todo caso la dignidad de las personas detenidas. «Lamentablemente, las condiciones en que éstas cumplen su pena no favorecen siempre el respeto de su dignidad. Con frecuencia las prisiones se convierten incluso en escenario de nuevos crímenes. El ambiente de los Institutos Penitenciarios ofrece, sin embargo, un terreno privilegiado para dar testimonio, una vez más, de la solicitud cristiana en el campo social: «Estaba… en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36)» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia. N. 403).
«La actividad de los entes encargados de la averiguación de la responsabilidad penal, que es siempre de carácter personal, ha de tender a la rigurosa búsqueda de la verdad y se ha de ejercer con respeto pleno de la dignidad y de los derechos de la persona humana: se trata de garantizar los derechos tanto del culpable como del inocente. Se debe tener siempre presente el principio jurídico general en base al cual no se puede aplicar una pena si antes no se ha probado el delito» (Idem, n.404).
En la realización de las averiguaciones se debe evitar la tortura, que siempre se opone a la dignidad de las personas, aun en el caso de los crímenes más graves: «El discípulo de Cristo rechaza todo recurso a tales medios, que nada es capaz de justificar y que envilecen la dignidad del hombre, tanto en quien es la víctima como en quien es su verdugo» (S. Juan Pablo II, Discurso al Comité Internacional de la Cruz Roja, Ginebra (15 de junio de 1982), 5).
Un hecho lamentable es la lentitud o el retraso de los procesos: «una duración excesiva de los mismos resulta intolerable para los ciudadanos y termina por convertirse en una verdadera injusticia». (S. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Italiana de Magistrados (31 de marzo de 2000), 4).
Toda persona humana se presume inocente mientras no se pruebe su culpabilidad. «Los magistrados están obligados a la necesaria reserva en el desarrollo de sus investigaciones para no violar el derecho a la intimidad de los indagados y para no debilitar el principio de la presunción de inocencia. Puesto que también un juez puede equivocarse, es oportuno que la legislación establezca una justa indemnización para las víctimas de los errores judiciales» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia. N. 404).
El Magisterio de la Iglesia considera positiva «la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de "legítima defensa" social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse» (S. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, 27).
La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, la pena de muerte «si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas», (Catecismo de la Iglesia Católica, 2267) pero los métodos incruentos de represión son preferibles, ya que «corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana». (Catecismo de la Iglesia Católica, 2267).
Hoy en día los casos que requieran la eliminación del reo «son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». (S. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, 56); cf. también, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, 19, donde el recurso a la pena de muerte se define «absolutamente innecesario»).
«La creciente aversión de la opinión pública a la pena de muerte y las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de su aplicación, constituyen manifestaciones visibles de una mayor sensibilidad moral» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia. N. 404).