Las madres temen, miran y callan. O se alegran, miran y esperan. Y los hijos seguimos llamándolas toda la vida, llenos de angustia o de gozo, ¡mamá! A ellas, ninguna palabra les sabe mejor
Hace dos o tres veranos tuve que pasar una tarde por casa de un amigo. Nos sentamos fuera a charlar. Había dos chavales chapoteando en la piscina: un sobrino con un compañero de clase, ambos de unos diez años. Trajeron un poco de merienda y se acercaron a compartirla con nosotros. Llegaron envueltos en toallas, riéndose y tiritando. Empezamos a preguntarles cosas y respondían con una naturalidad que se me había olvidado, respondían como si fueran los últimos niños-niños del mundo, sin pretender parecer ni listos ni simpáticos ni nada. Mi amigo, que es un gamberro y solo por tentarles, les ofreció una calada de su cigarro. Ambos se negaron y uno de ellos dijo: «Mi madre no me deja». Mi amigo se rio y le aseguró que no se enteraría. Pero el chaval le miró y respondió con la convicción y la seriedad de quien lo tiene bien experimentado: «Las madres se enteran de todo». Entonces me reí yo. Porque es verdad.
Acudieron en tropel a mi memoria muchos momentos que refrendaban la afirmación de aquel chaval. Algunos, por supuesto, de mi infancia y adolescencia. Pero quizá muchos más de tiempos no tan lejanos, hasta el punto que mi padre llegó a afearme alguna vez que le contara a mi madre cosas que no le contaba a él. No era verdad, no le contaba más cosas a ella, pero ella... las sabía. Y así sigue hoy: demostrando que ese amor es la forma más eficaz de conocimiento. A mi hermana le pasa lo mismo.
Como diría Lucy Barton (¡qué gran libro!), esta es mi historia pero también la de muchos. Las madres temen, miran y callan. O se alegran, miran y esperan. Y los hijos seguimos llamándolas toda la vida, llenos de angustia o de gozo, ¡mamá! A ellas, ninguna palabra les sabe mejor.