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«Sé que existe la luz de Dios, que Él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad, que la bondad de Dios es más fuerte que cualquier mal de este mundo. Y esto me ayuda a seguir adelante con seguridad» (Benedicto XVI)
El 85 cumpleaños de Benedicto XVI es buena ocasión para evocar un texto de Joseph Ratzinger de 1968 (reeditado en el libro Fe y futuro, Desclée, 2007). En el título del texto se preguntaba el teólogo alemán: «¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?» Hoy tenemos la ocasión de comprobar hasta qué punto iba acertado en sus pronósticos.
La historia, maestra para el futuro
Vaya por delante que el texto apelaba a la prudencia con los pronósticos. Y, sobre todo, apelaba, «precisamente en tiempos de violentas convulsiones históricas», a reflexionar sobre la historia. Pero —se preguntaba— ¿no se trata de mirar al futuro? Y respondía: «Pienso que la reflexión sobre la historia, si es bien entendida, comprende ambas cosas: una mirada retrospectiva a lo anterior y, desde ahí, la reflexión sobre las posibilidades y las tareas de lo venidero, que sólo se pueden esclarecer si se abarca con la mirada un tramo mayor de camino y uno no se cierra ingenuamente en el hoy». Mirar hacia atrás, seguía explicando, permite evitar el espejismo de pensar que lo que vivimos hoy es algo único. Y nos enseña el camino recorrido, de modo que aprendemos a distinguir lo que permanece y lo que cambia. Y, así, podemos orientarnos o corregirnos en la tarea que tenemos por delante.
Ratzinger se remontaba a la Ilustración y la Revolución Francesa, con su rechazo de la historia y de la tradición, y sus ecos progresistas en ámbito católico, en Francia y Alemania. En este país destaca la figura de Johann Michael Sailer (1751-1832), teólogo y, en los últimos años de su vida, obispo de Ratisbona. Para explicar cómo era Sailer, Ratzinger cita a Antoine de Saint-Exupéry: «Sólo se ve bien con el corazón».
Poner el corazón en la fe y en la vida
Sailer, dice Ratzinger, era un hombre abierto a las cuestiones de su tiempo, conocía bien la tradición teológica y mística medieval, y sabía que el hombre sólo se adentra en sí mismo si se abre a la profunda enseñanza de su historia. «Y, sobre todo, Sailer no sólo pensaba, sino que vivía. (…) Sailer veía en profundidad porque tenía corazón. De él podría surgir algo nuevo, portador de futuro, porque vivía de lo permanente y porque ponía a disposición de este fin su vida y su propio ser». Y añade, como llegando a la cima de un itinerario: «Y con esto hemos llegado al punto decisivo: sólo quien se da a si mismo crea futuro». Cabe pensar, ahora por nuestra cuenta: ¿no es esto lo que ha hecho Joseph Ratzinger y sigue haciendo como Benedicto XVI?
Así escribía sobre el futuro: «El futuro de la Iglesia puede venir, y vendrá también hoy, sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos».
Hoy, añadía el teólogo en 1968, apenas podemos percibir aún a Dios. Y esto «se debe a que nos resulta muy fácil evitarnos a nosotros mismos y huir de la profundidad de nuestra existencia, anestesiados por cualquier comodidad».
Así como surgió de las ruinas de finales del siglo XVIII, también mañana, preveía Ratzinger, surgirá una Iglesia que «se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable». Perderá adeptos y privilegios de que ha gozado socialmente. Dependerá mucho más de la iniciativa de cada uno de sus miembros. En medio de esos y otros cambios, encontrará de nuevo lo esencial. El proceso será costoso, largo y laborioso (como fue la salida del progresismo hasta la renovación del siglo XIX). Pero de él «surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza».
Permanecerá la Iglesia de la fe
Estas predicciones, que prolongaban las que había hecho, unas décadas antes, Romano Guardini, no se detenían en su dramatismo: «A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. (…) Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: (…) la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte».
El día de su 85 cumpleaños ha dicho Benedicto XVI: «Me encuentro ante el último tramo del recorrido de mi vida, y no sé qué me espera. Sé, sin embargo, que existe la luz de Dios, que Él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad, que la bondad de Dios es más fuerte que cualquier mal de este mundo. Y esto me ayuda a seguir adelante con seguridad» (Homilía, 16 de abril de 2012).
Detrás queda un camino largo e intenso. Delante, y hasta el final, “la Iglesia de la fe”, de la vida y de la esperanza. A corto plazo, debemos preparar el año de la fe, con esta seguridad de que estamos en buenas manos.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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