El yo familiar nos ancla a la existencia de otras personas para las que somos únicos e insustituibles: nos llenamos de sus vidas y ellos necesitan de la nuestra
En una entrevista radiofónica reciente declaraba Javier Gomá en relación con la figura del padre: “Antes de que tú digas la palabra yo, antes de que tú digas la palabra papá, él ya está”. Esto, que se podía aplicar exactamente igual −o aún más− a la figura de la madre, me sirve para reflexionar sobre uno de los grandes descuidos de la filosofía: el yo familiar. Y, en consecuencia, meditar sobre la esencial estructura familiar del ser humano.
Concluía Gomá su charla en la radio evocando la muerte de su padre, y narraba que “cuando se va, es como si se arrancaran las primeras páginas del libro de tu vida”. ¿No es esto otra muestra más de la importancia de la filiación como rasgo integrante de nuestra identidad y, por tanto, otro apunte más del abandono de la filosofía en relación a nuestro yo familiar tan constitutivo?
Como es sabido, la filosofía desde la Modernidad ha insistido en la consideración del ser humano como un yo autónomo, contraponiendo −como si fuera dañino− el ejercicio de la propia autonomía a cualquier dependencia externa (heteronomía), sin advertir la articulación complementaria de ambas dimensiones. Así, se llegará a concebir el individuo de modo desarraigado, solitario, sin raíces familiares ni comunitarias, y con su libertad desenganchada de “aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada”, según expone Rafael Argullol.
Por ello, resulta necesario superar ya esta visión individualista, y comprender que la persona es “un ser que nace en un proceso familiar que le ofrece un sentido y le confiere una identidad desde la que reflexiona sobre sí mismo”, como escribe Raquel Vera. Porque tiene innumerables consecuencias positivas.
En primer lugar, facilita una idea de la vida amistosa y anhelante de instruirse y mejorar, frente a la idea opuesta del individuo solitario y pagado de sí en cuanto tiene teléfono móvil y cuatro euros en el bolsillo. Cuando se entiende a fondo el yo familiar, que somos seres relacionales y dependientes, se facilita “que los niños aprendan de los adultos y de los ancianos; que los adultos aprendan de los ancianos y de los niños; y que los ancianos aprendan de los niños y de los adultos”, en un aprendizaje “caleidoscópico”, como lo califica Alejandro Llano.
Además, se comprende que el ejercicio de la libertad consiste en saber entrelazar nuestra libertad con la de las personas que tratamos. Que el amor de donación es la cumbre del ejercicio de la libertad, porque en él cristaliza una entrega libre tan fuerte que logra unos vínculos de amistad muy estables, y estos nos capacitan para recibir mucho amor. Así se realiza el amar y ser amados que todos llevamos impresos en el fondo íntimo del corazón. Eso que nadie niega cuando no da miedo reconocer que somos autónomos, racionales y dependientes −todo a la vez−. Y se rechaza “la desgraciada máxima que ha llegado hasta nosotros: tu libertad termina donde comienza la de los demás”, como dice Llano.
Por último, la consideración del yo familiar conlleva una mirada agradecida para las cosas y las personas, porque ¿qué tienes que no hayas recibido? Hannah Arendt afirmaba que la natalidad era la característica fundamental de la condición humana. Y sostenía que su expresión más gloriosa se encontraba en el “Evangelio anunciando la buena nueva: que nos ha nacido un niño”.
El yo autónomo e independiente, tarde o temprano, se llena de angustia, desesperación y apatía, como consecuencia de su soledad y falta de raíces. Por el contrario, el yo familiar nos ancla a la existencia de otras personas para las que somos únicos e insustituibles: nos llenamos de sus vidas y ellos necesitan de la nuestra. “Y no se echan, felices, / a bailar las estrellas porque el llanto / −el llanto portentoso de mi hija− / las mantiene, muy serias, en suspenso”, escribirá Enrique García-Máiquez.