Durante la Audiencia general de hoy el Santo Padre ha explicado la relación de la esperanza con "perdonar a los que nos han hecho daño”
Queridos hermanos y hermanas:
El apóstol Pedro nos invita a dar razones de la esperanza que habita en nuestros corazones. Esta esperanza no es un concepto ni un sentimiento, sino una persona, Jesús resucitado, que, desde nuestro bautismo, vive en nosotros, renueva nuestra vida y nos colma con su amor y con la plenitud del Espíritu Santo.
Este tesoro no podemos ocultarlo, tenemos que compartirlo y darlo a conocer con el testimonio de nuestra vida. Es necesario que la esperanza tome la forma de dulzura y de bondad para con el prójimo, y también de perdón para los que nos han hecho daño, convencidos de que el mal solamente se vence con la humildad y la misericordia.
San Pedro nos dice además que es mejor sufrir haciendo el bien que haciendo el mal, porque cuando sufrimos por el bien, estamos en comunión con Jesús, que aceptó el sufrimiento por nuestra salvación. Cuando vivimos esta realidad, nos convertimos en sembradores de resurrección, y en portadores de un perdón y de una bendición que son el anuncio del amor sin medida de Dios, fundamento de nuestra esperanza.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Los animo a vivir con intensidad los días de la Semana Santa. Que la contemplación de la Pasión y Muerte de Jesús, nos asegure en la esperanza de la resurrección, y nos ayude a ser instrumentos de su consuelo y de su amor para todos nuestros hermanos. Que Dios los bendiga.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
La Primera Carta del Apóstol Pedro lleva en sí una carga extraordinaria. Hay que leerla una, dos, tres veces para entender esa carga extraordinaria: consigue infundir gran consuelo y paz, haciendo notar que el Señor siempre está junto a nosotros y nunca nos abandona, especialmente en las coyunturas más delicadas y difíciles de nuestra vida. Pero, ¿cuál es el “secreto” de esta Carta y, en particular, del pasaje que acabamos de escuchar (cfr. 1Pt 3,8-17)? Yo sé que hoy abriréis el Nuevo Testamento, buscaréis la primera Carta de Pedro y la leeréis con calma, para captar el secreto y la fuerza de esa Carta. ¿Cuál es el secreto de esta Carta?
1. El secreto está en que ese escrito hunde sus raíces directamente en la Pascua, en el corazón del misterio que estamos a punto de celebrar, haciéndonos ver toda la luz y la alegría que surgen de la muerte y resurrección de Cristo. Cristo resucitó de verdad, y ese es un buen saludo para darnos los días de Pascua: “¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!”, como hacen tantos pueblos. Recordarnos que Cristo ha resucitado, que está vivo entre nosotros, que está vivo y habita en cada uno de nosotros. Por eso san Pedro nos invita con fuerza a adorarlo en nuestros corazones (cfr. v. 16). Allí puso su morada el Señor en el momento de nuestro Bautismo, y desde allí nos sigue renovando, a nosotros y a nuestra vida, colmándonos de su amor y de la plenitud del Espíritu. Por eso el Apóstol nos recomienda dar razón de la esperanza que hay en nosotros (cfr. v. 15): nuestra esperanza no es un concepto, no es un sentimiento, no es un teléfono móvil, no es un montón de riquezas: ¡no! Nuestra esperanza es una Persona, es el Señor Jesús que reconocemos vivo y presente en nosotros y en nuestros hermanos, porque Cristo ha resucitado. Los pueblos eslavos, en vez de decir buenos días, buenas tardes, en los días de Pascua se saludan con este ¡Cristo ha resucitado!, «Christos voskrese!», se dicen entre ellos; ¡y están felices de decirlo! Y esos son los buenos días y las buenas tardes que nos dan: ¡Cristo ha resucitado!
2. Comprendemos entonces que, de esa esperanza, no se trata tanto de dar razón a nivel teórico, con palabras, sino sobre todo con el ejemplo de la vida, y eso tanto dentro de la comunidad cristiana, como fuera de ella. Si Cristo está vivo y habita en nosotros, en nuestro corazón, entonces debemos dejar también que se haga visible, no esconderlo, y que actúe en nosotros. Eso significa que el Señor Jesús debe ser cada vez más nuestro modelo: modelo de vida, y que debemos aprender a comportarnos como Él se comportó. Hacer lo mismo que hacía Jesús. La esperanza que vive en nosotros, pues, no puede permanecer escondida dentro de nosotros, en nuestro corazón: sería una esperanza débil, que no tiene el valor de salir fuera y mostrarse; sino que nuestra esperanza, como resulta del Salmo 33 citado por Pedro, debe necesariamente salir fuera, tomando la forma exquisita e inconfundible de la dulzura, del respeto, de la benevolencia hacia el prójimo, llegando incluso a perdonar a quien nos haga daño. Una persona que no tiene esperanza no es capaz perdonar, no logra dar el consuelo del perdón ni tener el consuelo de perdonar. Sí, porque así hizo Jesús, y así sigue haciéndolo a través de los que le dejan sitio en su corazón y en su vida, conscientes de que el mal no se vence con el mal, sino con la humildad, la misericordia y la mansedumbre. Los mafiosos piensan que el mal se puede vencer con el mal, y así cometen venganza y hacen tantas cosas que todos sabemos. Pero no saben qué es humildad, misericordia y mansedumbre. ¿Por qué? Porque los mafiosos no tienen esperanza. Pensadlo.
3. Y por eso san Pedro afirma que «es mejor sufrir obrando el bien que haciendo el mal» (v. 17): no quiere decir que sea bueno sufrir, sino que, cuando sufrimos por el bien, estamos en comunión con el Señor, que aceptó padecer y ser clavado en la cruz por nuestra salvación. Cuando entonces también nosotros, en las situaciones más pequeñas o más grande de nuestra vida, aceptamos sufrir por el bien, es como si esparciéramos a nuestro alrededor semillas de resurrección, semillas de vida, e hiciésemos brillar en la oscuridad la luz de la Pascua. Por eso el Apóstol nos anima a responder siempre «deseando el bien» (v. 9): la bendición no es una formalidad, no es solo una señal de cortesía, sino que es un gran don que nosotros hemos recibido en primer lugar y que tenemos la posibilidad de compartir con los hermanos. Es el anuncio del amor de Dios, un amor desmedido, que no se gasta, que nunca decae y que constituye el verdadero fundamento de nuestra esperanza.
Queridos amigos, así comprendemos también por qué el Apóstol Pedro nos llama «bienaventurados», cuando tuviésemos que sufrir por la justicia (cfr. v. 14). No es solo por una razón moral o ascética, sino porque cada vez que formamos parte de los últimos y de los marginados, o que no respondemos al mal con el mal, sino perdonando, sin venganza, perdonando y bendiciendo, cada vez que hacemos eso, brillamos como señales vivas y luminosas de esperanza, volviéndonos así instrumento de consuelo y de paz, según el corazón de Dios. Así pues, adelante con dulzura, con mansedumbre, siendo amables y haciendo el bien incluso a los que no nos quieren o nos hacen daño. ¡Adelante!
Saludo cordialmente a los paisanos de Juan Pablo II aquí presentes. En los primeros días de abril hemos recordado su regreso a la casa del Padre. Fue un gran testigo de Cristo, celoso defensor de la herencia de la fe. Dirigió al mundo dos grandes mensajes de Jesús Misericordioso y de Fátima. El primero fue recordado durante el Jubileo Extraordinario de la Misericordia; el segundo, referido al triunfo del Corazón Inmaculado de María sobre el mal, nos recuerda el centenario de las apariciones de Fátima. Recibamos dichos mensajes de manera que invadan nuestros corazones y abramos las puertas a Cristo. Sea alabado Jesucristo.
Mi pensamiento va en este momento al grave atentado de los días pasados en el metro de San Petersburgo, que ha provocado víctimas y pérdidas en la población. Mientras encomiendo a la misericordia de Dios a cuantos han desaparecido trágicamente, expreso mi espiritual cercanía a sus familiares y a todos los que sufren a causa de este dramático suceso.
Asistimos horrorizados a los últimos sucesos en Siria. Expreso mi firme repulsa por el inaceptable atentado ocurrido ayer en la provincia de Idlib, donde fueron asesinadas decenas de personas inermes, entre ellas tantos niños. Rezo por las víctimas y sus familiares y apelo a la conciencia de quienes tienen responsabilidades políticas, a nivel local e internacional, para que cese esta tragedia y se lleve alivio a aquella querida población demasiado tiempo agotada por la guerra. Animo igualmente los esfuerzos de quien, a pesar de la inseguridad y el malestar, se esfuerza por hacer llegar ayuda a los habitantes de aquella región.
* * *
Finalmente, dirijo un pensamiento particular a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy recordamos a san Vicente Ferrer, predicador dominico. Queridos jóvenes, aprended en su escuela a hablar con Dios y de Dios, evitando el parloteo inútil y dañino; queridos enfermos, aprended de su experiencia espiritual a confiar en toda circunstancia en Cristo crucificado; queridos recién casado, acudid a su intercesión para asumir con generoso empeño vuestra misión de padres.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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