Una vez más se ha referido el Papa a la autenticidad del amor cristiano, de la caridad, que es, dice, nuestra vocación más alta, a la que está unida la alegría de la esperanza
Una vez leí en Internet una descripción de la caridad que me pareció básicamente equivocada, pero con un punto de realidad. Venía a decir que la caridad es algo que hace que alguien mire a los demás por encima del hombro como diciéndole: yo soy bueno y tú no… Ciertamente eso no es la caridad, sino una deformación de la caridad que la destruye, lo que podríamos llamar la enfermedad de “la hipocresía de la caridad” o de “el amor fingido”. El punto de realidad, lamentablemente, es la existencia de esa enfermedad. Por eso es bueno reconocerla, preguntarse por sus causas y su tratamiento.
De esto se ha ocupado el Papa Francisco en su audiencia general del 15 de marzo. Se ha referido una vez más a la autenticidad del amor cristiano, de la caridad. Esa es, dice, nuestra vocación más alta, a la que está unida la alegría de la esperanza.
Se apoya Francisco en un pasaje de la Carta a los Romanos (Rm 12, 9-13) donde san Pablo pide que la caridad esté libre de hipocresía y que se compartan las necesidades de los hermanos, procurando practicar la hospitalidad. Y observa inmediatamente el Papa: o sea que existe el riesgo de que nuestro amor sea hipócrita. ¿Cuándo sucede esto y cómo podemos estar seguros de que nuestro amor es sincero y nuestra caridad auténtica?
Como si de un microbiólogo se tratase, explica Francisco que “la hipocresía puede insinuarse por todas partes, hasta en nuestro modo de amar”. Y esto se comprueba cuando caemos en la cuenta de que nuestro amor es “interesado”, movido por intereses personales; ¡y cuántos amores interesados hay! Por ejemplo, “cuando los servicios caritativos en los que parece que nos prodigamos se hacen para mostrarnos a nosotros mismos o para sentirnos pagados: ¡Hay que ver lo bueno que soy!”
También puede suceder que hagamos cosas que tengan “visibilidad” para que se vea nuestra inteligencia o nuestra capacidad. “Detrás de todo eso −observa el Papa− hay una idea falsa, engañosa, es decir que, si amamos, es porque somos buenos; como si la caridad fuese una creación del hombre, un producto de nuestro corazón”.
En efecto, actuar así es hipocresía: un engaño a los demás que arranca de un autoengaño. Tiene su raíz en pensar de manera voluntarista, lo que en último término es una falta de realismo cristiano; es decir, una falta de ver las cosas, las personas y los acontecimientos a la luz de la fe. Y en eso consiste esa enfermedad. Así se explica que a veces nuestra caridad pueda ser fingida, ciertamente, como una telenovela, algo que no es realidad.
Sigue explicando Francisco lo que en realidad es la caridad, con palabras sencillas y a la vez profundas: “La caridad, en cambio, es ante todo una gracia, un regalo; poder amar es un don de Dios, y tenemos que pedirlo. Y Él lo da de buen grado, si nosotros lo pedimos. La caridad es una gracia: no consiste en hacer ver lo que somos, sino lo que el Señor nos da y que nosotros libremente acogemos; y no se puede expresar en el encuentro con los demás si antes no es engendrada por el encuentro con el rostro manso y misericordioso de Jesús”.
Así es, porque los cristianos amamos con el amor de Jesús. Y vamos enfocando el tratamiento que cura el amor fingido. Claramente la unión con Jesús es la primera condición para poder amar a los demás. Esto es indispensable pero no es suficiente. ¿Y por qué? ¿Es que acaso la luz y la fuerza del amor de Cristo no bastan para vencer todas las tinieblas y debilidades propias y ajenas y llevarnos a un amor auténtico? Por supuesto que de por sí la gracia que nos viene por la unión con Jesús es luz y vida de Dios y por tanto es omnipotente. Pero, a la vez, el Señor ha querido “someterse” a nuestra naturaleza −limitada− y colaborar con nuestra libertad; incluso sabiendo que somos pecadores y que nuestro modo de amar está marcado por el pecado.
Esta triste realidad −continúa el Papa− la reconoce san Pablo. Pero al mismo tiempo nos dice que nosotros podemos vivir el gran mandamiento del amor, precisamente siendo instrumentos de la caridad de Dios. ¿Y cómo y cuándo sucede esto?
Así lo apunta Francisco sin renunciar al lenguaje médico: “Esto sucede cuando nos dejamos curar y renovar el corazón por Cristo resucitado. El Señor resucitado que vive entre nosotros, que vive con nosotros es capaz de curar nuestro corazón: lo hace, si se lo pedimos. Es Él quien nos permite, a pesar de nuestra pequeñez y pobreza, experimentar la compasión del Padre y celebrar las maravillas de su amor”.
O sea que, además de estar bien unidos a Jesucristo, hemos de pedirle que nos cure de esa posible enfermedad, de esa “hipocresía del amor”, con una oración parecida a esta: “Señor, cúrame, enséñame a amar como Tú, unido a ti, lejos de todo fingimiento e hipocresía, sin buscar quedar bien ni parecer bueno, aunque esto último −el parecer bueno− quizá no se pueda evitar del todo. Pero a mí no me interesa para nada el parecer, sino el ser lo que tú quieras que sea, con todas mis limitaciones pero sirviéndote a ti y a mis hermanos”.
Y sigue la argumentación del Papa: “Se comprende entonces que todo lo que podemos vivir y hacer por los hermanos no es otra cosa que la respuesta a lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros. Es más, es Dios mismo quien, tomando morada en nuestro corazón y en nuestra vida, sigue haciéndose cercano y sirviendo a todos los que encontramos cada día en nuestro camino, empezando por los últimos y los más necesitados, en los que reconocemos en primer lugar a Él”.
Concluye Francisco que san Pablo no quiere reprocharnos, sino animarnos y reavivar nuestra esperanza. Y apela de nuevo al realismo: “Porque todos tenemos la experiencia de no vivir de lleno o como deberíamos el mandamiento del amor”. Pero, observa que esta experiencia “también es una gracia, porque nos hace comprender que no somos capaces de amar de verdad: necesitamos que el Señor renueve continuamente ese don en nuestro corazón, a través de la experiencia de su infinita misericordia”.
Así es de coherente el actuar de Dios y así es de claro lo que nos pide: estar unidos a Él por la gracia, vivir, por tanto, lejos del pecado. Y nos pide la oración humilde y perseverante del que se sabe poca cosa, en comparación con los horizontes del amor cristiano (¡amar con Jesús y como Él!). Es como si se nos dijera: para que tu amor, vuestro amor, sea auténtico, tienes y tenéis que fiaros más de Dios. Personalmente, pegarte a Él, tomarte la oración y la vida sacramental más en serio. Y luego y continuamente vigilar (examinarse a diario, aunque sea dos minutos al final de la jornada) para ser coherente en el amor.
Si lo hacemos así, daremos un salto enorme de calidad en nuestro amor y en nuestra vida. Y eso nos ayudará a redescubrir lo más grande en lo más pequeño y cotidiano. Porque la vida de las personas está hecha de pequeñas cosas que se hacen grandes por el amor:
“Entonces sí que volveremos a apreciar las cosas pequeñas, las cosas sencillas, ordinarias; volveremos a apreciar todas esas cosas pequeñas de todos los días y seremos capaces de amar a los demás como los ama Dios, queriendo su bien, o sea, que sean santos, amigos de Dios; y estaremos contentos por la posibilidad de hacernos cercanos a quien es pobre y humilde, como Jesús hace con cada uno de nosotros cuando estamos alejados de Él, de inclinarnos a los pies de los hermanos, como Él, Buen Samaritano, hace con cada uno de nosotros, con su compasión y su perdón”.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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