El Obispo de Roma arrodillado ante un cura en el confesionario es una imagen poderosa para trasmitir también visiblemente lo que la Iglesia cree y enseña: todos necesitamos misericordia y perdón, porque todos somos pecadores
La tarde del viernes 17 de marzo el Papa volvió a presidir una liturgia penitencial y a poner en el centro el sacramento de la confesión. Francisco siempre confesó mucho, como sacerdote y como obispo. Y es el primer Papa que se arrodilla públicamente ante un confesionario para recibir el perdón de los pecados antes de ser él el canal de la misericordia de Dios para los demás. El Obispo de Roma arrodillado ante un cura en el confesionario es una imagen poderosa para trasmitir también visiblemente lo que la Iglesia cree y enseña: todos necesitamos misericordia y perdón, porque todos somos pecadores.
Pecador perdonado
«Soy un pecador al que el Señor ha mirado», declaró Francisco en su primera entrevista con La Civiltà Cattolica. Y a los presos de Palmasola, en Bolivia, durante el viaje a América Latina de julio de 2015, les dijo: «Ante vosotros hay un hombre perdonado por sus muchos pecados...». «El Papa es un hombre que necesita la misericordia de Dios», repitió en el libro El nombre de Dios es misericordia. Y a la pregunta sobre qué consejo daría a quien se acerque al confesionario, respondió: «Que piense en la verdad de su vida ante Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa mirar con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que se deje sorprender, asombrar por Dios. Para que Él nos llene con el don de su misericordia infinita, debemos advertir nuestra necesidad, nuestro vacío, nuestra miseria. No podemos ser soberbios».
La llamada de Mateo
En la vida de Bergoglio, en la decisión de hacerse cura, el sacramento de la confesión tuvo un papel determinante. Recordando la importancia de algunas figuras de sacerdotes, citó a aquel religioso que encontró por casualidad una mañana en la iglesia de San José: «Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que encontré en mi parroquia aquel 21 de septiembre de 1953, el día que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y evangelista. Tenía 17 años. Me sentí acogido por la misericordia de Dios confesándome con él». «Fue la sorpresa, el asombro de un encuentro −contó en el libro-entrevista El Jesuita−, me di cuenta de que me estaban esperando. Esa es la experiencia religiosa: el asombro de encontrar a alguien que te está esperando. Desde aquel momento para mí Dios se convirtió en aquel que te “anticipa”. Tú lo estás buscando, pero es Él quien te encuentra primero. Lo quieres encontrar, pero es Él quien te sale al encuentro antes».
Francisco volvió a describir la llamada, el encuentro de la fe, como un juego de miradas en la homilía de la misa celebrada en la plaza de Holguín, en Cuba, en septiembre de 2015: «Su amor nos precede, su mirada se adelanta a nuestra necesidad. Él sabe ver más allá de las apariencias, más allá del pecado, más allá del fracaso o de la indignidad». «Ve esa dignidad de hijo, que todos tenemos, tal vez ensuciada por el pecado, pero siempre presente en el fondo de nuestra alma. (…) Él ha venido precisamente a buscar a todos aquellos que se sienten indignos de Dios, indignos de los demás».
Ni “tintorería” ni “sala de tortura”
A la pregunta sobre qué consejo daría a un confesor, el Papa, reflexionando sobre su personal experiencia, dijo: «Que piense en sus pecados, que escuche con ternura, que pida al Señor que le dé un corazón misericordioso como el Suyo, que no tire nunca la primera piedra porque él también es un pecador necesitado de perdón. Y que procure parecerse a Dios en su misericordia». En el curso de su predicación diaria en Santa Marta, Francisco ha subrayado dos riesgos posibles, el primero por parte del penitente, el segundo por parte del confesor.
Explicó que no debemos acercarnos al confesionario como si llevásemos un vestido al tinte: «Una imagen para comprender la hipocresía de quienes creen que el pecado es una mancha, solo una mancha, que basta ir a la tintorería para que te laven en seco y todo vuelva como antes. Como se lleva a limpiar una chaqueta o un vestido: se mete en la lavadora y ya está. Pero el pecado es más que una mancha. El pecado es una herida que debe curarse, medicarse».
Y en otra ocasión dijo que el confesionario no debe transformarse en una sala de tortura: «A veces puede haber en alguno un exceso de curiosidad, una curiosidad un poco enfermiza. Una vez escuché de una mujer, casada hace años, que no se confesaba ya porque cuando era una joven de 13 o 14 años el confesor le preguntó dónde ponía las manos cuando dormía. Puede hacer un exceso de curiosidad, en materia sexual, sobre todo. O una insistencia en hacer explicitar detalles que no son necesarios. El que se confiesa es bueno que se avergüence del pecado: la vergüenza es una gracia que se debe pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace humildes. Pero, en el diálogo con el confesor, necesitan ser escuchados, no interrogados. Y luego el confesor dice lo que tenga que decir, aconsejando con delicadeza».
Ante otro
Francisco también ha explicado por qué es importante dar el paso, no siempre fácil, de acercarse al confesionario. «Confesarse ante un sacerdote es la manera de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es un modo para ser concretos y auténticos: estar ante la realidad viendo a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo». «Es verdad que puedo hablar con el Señor, pedir perdón en seguida a Él, implorarle. Y el Señor perdona inmediatamente −añadió el Papa−. Pero es importante que yo vaya al confesionario, que me ponga ante un sacerdote que “impersona” a Jesús, que me arrodille ante la Madre Iglesia, llamada a dispensar la misericordia de Dios. Hay una objetividad en ese gesto, en arrodillarme ante el cura, que en aquel momento es el canal de la gracia que me llega y me cura. Siempre me ha conmovido aquel gesto de la tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor acoge al penitente poniéndole la estola sobre la cabeza y un brazo en el hombro, como si fuera un abrazo. Es una representación plástica de la acogida y de la misericordia. Recordemos que no estamos allí principalmente para ser juzgados. Es verdad que hay un juicio en la confesión, pero es algo más grande que el juicio lo que entra en juego. Es estar ante otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia».
Nostalgia de la vida como cura
En los primeros meses de pontificado, durante la vigilia de Pentecostés del 18 de mayo de 2013, el Papa, hablando sin papeles, antes de citar algunas preguntas que solía hacer a los penitentes, dijo: «Cuando voy a confesar −bueno, ahora no puedo, porque para ir a confesar… ¡De aquí no se puede salir! Pero ese es otro problema−, cuando iba a confesar en la diócesis anterior...». Se notaba la nostalgia por la vida del cura que no deja escapar ninguna ocasión para acercarse, acoger y perdonar. Bergoglio, también como obispo y cardenal, nunca dejó de ser confesor.
Don Mario Peretti, sacerdote milanés que vivió varios años en Buenos Aires, justo después de la elección de Francisco, contaba a Avvenire: «Una vez lo invitamos a presentar un libro, y le dije que iría a recogerlo en coche, pero me respondió: “No, no, voy a pie, es más cómodo”. Cuando llegó me dijo: “¿Ves? En la calle uno me ha visto como sacerdote (porque iba vestido sin ningún signo episcopal) y me ha pedido que le confiese. Lo he confesado detrás de un quiosco de periódicos; si hubiera venido en coche contigo no habría tenido esa ocasión”».
La misericordia no es un esfuerzo
Para Francisco la misericordia no es un esfuerzo, no es el resultado de un esfuerzo, porque, humanamente hablando, la sobreabundante capacidad de acogida y de perdón de Dios puede parecer incluso excesiva, sobre todo a los que practican el “deporte” eficazmente descrito por Jesús en el Evangelio de Lucas: «¿Por qué miras la mota en el ojo de tu hermano, y no ves la viga en el tuyo?». Se es misericordioso con los demás solo porque se comparte un don que se ha recibido antes. Y solo desde esa experiencia de misericordia, de la experiencia del pecador perdonado, del pecador a quien Dios ha mirado, puede nacer la misión de la Iglesia como «agente de misericordia» en el mundo.