Déjame que te cuente una historia que me relató un amigo; nos habla de un viejo, pero podría hablarnos de un niño, de una persona solitaria, aislada, sin amigos
Hoy quiero hablarte de la amargura de la soledad no buscada. Está a tu lado. Cerca de ti. Y puedes -como puedo yo- ayudar a solucionarla.
Me contaba mi madre que recordaba cuando era pequeña y la llevaban a jugar al parque de El Retiro.
− Cuando llevaba perolicas tenía muchas amigas. Cuando no las llevaba, solía volver a casa diciendo: hoy no he tenido amigas.
La que se refiere a las amistades interesadas: aquellas en las que el adjetivo anula al sustantivo. Si son interesadas, no son amistades.
La otra reflexión es la que brota al pensar en quien se ve aislado, apartado, dejado de lado, porque no tiene ni media ‘perolica’.
Seguro que has oído alguna vez hablar de una niña a la que nunca, nadie, invita a sus cumpleaños. A los que va el resto de su clase. Es lacerante.
O sabes de ese pequeño que está siempre “chupando banquillo” en los partidos de fútbol de su equipo escolar; equipo que no se ha concebido principalmente para jugar, para divertirse en grupo, para adquirir y potenciar valores, sino para competir y ganar: y él no es bueno. Es un manta: “No tiene perolicas”. Así que, al banquillo y gracias. Y si no viene, nos quita un problema de encima (si es que alguna vez a alguien le remuerde la conciencia…).
Escribirlo duele. Pero es verdad. Niños solitarios y −seguro− adultos. No digamos ya ancianos. Condenados al aislamiento −en este mundo hiperconectado−. Tumbados, además, en su autoestima. Rotos por dentro. Hambrientos de compañía, de afecto, de amistad.
Y tú (y yo) ¿qué damos?
¿Nos divierte más estar con quien nos ofrece algo interesante que con quien no tiene perolas? ¿Abandonamos a este en el retiro… de la soledad?
Hay personas caritativas que dan cosas. Las hay que incluso se dan. Pero es verdad que corremos el riesgo de entregarnos ante los casos más ‘notorios’, más ‘ostentosos’: esos niños desarrapados (a los que, por pensar, algunos piensan que les falta hasta la h); esas personas sin techo…
Lo anterior está muy bien. Si no olvidamos que, además, hay muchos otros seres humanos, solitarios, silenciosos, pobres vergonzantes de afecto, personas que lloran −quizás solo de puertas adentro−… que nos pasan desapercibidos. Aunque vivan en nuestra misma escalera de vecinos.
Nos habla de un viejo. Pero podría hablarnos de un niño, de una persona solitaria, aislada, sin amigos.
“Estaba allí, el anciano; sentado en su viejo taburete, pegado a la fachada de su casa; ni el sol le acompañaba. Sus manos arrugadas sujetaban una vara de madera. Yo era simplemente un caminante. Tan solo sonreí fugazmente e hice un gesto de saludo a la vez que pasaba.
Anduve yo dando vueltas a una lágrima que, juraría, había visto caer de sus ojos; pensaba por qué lloraría el viejo; por qué esa triste mirada.
Estuve a punto de dar la vuelta y acercarme a él. “A punto” quiere decir que… no lo hice.
En mi caminar, sin embargo, me perseguía la imagen de sus ojos tropezando con los míos. Traté de obviarla. Agilicé la marcha, como queriendo escapar de mis propios pensamientos. Compré el periódico y, nada más llegar a casa, comencé a leerlo esperando olvidarme del tema… pero no lo lograba. Esa lágrima no se borraba… Nadie llora por nada, pensé.
Esa noche, lo confieso, me costó conciliar el sueño. Decidí que al día siguiente volvería a su casa y me acercaría a él. Lo haría.
Dicho y hecho. Al día siguiente lloviznaba. Me encaminé a la casa. Allí estaba el taburete, vacío, pegado a la fachada.
Llamé a la puerta y me abrió otro hombre; rondaría la cincuentena.
− ¿Qué desea? me preguntó serio.
− Busco al anciano que vive aquí, contesté.
− Mi padre murió ayer por la noche, respondió con ojos llorosos.
− ¡Murió! comenté apesadumbrado.
− ¿Quién es usted? me dijo el hijo.
− En realidad, nadie. Ayer pasé por aquí; su padre estaba sentado, fuera de la casa, junto al camino; me pareció que lloraba y, a pesar de que lo saludé, no me detuve a preguntarle qué le ocurría. Hoy volvía para hablar con él, pero veo que ya es demasiado tarde.
− No lo va a creer, pero usted es la persona de quien hablaba en su diario.
Extrañado por lo que me decía, le miré pidiéndole más explicación.
− Por favor, pase, me respondió.
Tras servirme en la cocina una taza de café, me llevó a otra habitación y me acercó el diario del abuelo. La ultima hoja rezaba: “Hoy me regalaron una sonrisa plena y un saludo amable… hoy es un día hermoso”.
Tuve que sentarme; me dolía el alma solo de pensar lo importante que hubiera sido para ese hombre que yo me hubiese acercado y detenido un momento.
Solo pude comentar: − Si ayer hubiera cruzado y hubiera conversado unos instantes con su padre…
El hombre me interrumpió y, con los ojos humedecidos, me confesó: − Mire, si yo hubiera venido a visitarlo al menos una vez este último año, quizás el saludo que usted le ofreció, y su sonrisa, no hubieran significado tanto”.
Vuelvo a donde empecé: ¿por qué nos cuesta tanto regalar afecto, sonrisas, unas pocas palabras, tiempo, algo de compañía?
¿Somos tan poco caritativos, estamos tan ciegos, que no vemos lo mucho que puede sufrir un niño aislado, al que se le hace el vacío, que no tiene amigos… o un anciano en soledad?
Tenemos que cambiar. No es tan difícil ir por la vida intentando hacer brillar los ojos de los demás. Te lo proponía en esta entrada del blog (enlace).
Este post es un grito de auxilio de ese niño, de esa persona anciana, que no pueden o no saben alzar más su voz, ahogados en la cárcel de su soledad.
Sé tú su eco. Grítalo ya. Y da una caricia, unas palabras, tu compañía… felicidad.
Si te ha gustado el post, difúndelo. Harás bien.
Hay muchas periferias, aquí. Aquí al lado.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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