En la actualidad hay una apreciación generalizada de que el valor público de la verdad está por los suelos
La palabra del año para el diccionario de Oxford en 2016 fue post-truth. En español esta palabra se traduce como posverdad. Su significado se refiere a algo relacionado con, o que denota, unas circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que la apelación a las emociones y creencias personales.
El foco de atención en el análisis de la palabra posverdad se ha centrado en su identificación con la mentira. La conclusión, desde esta equiparación, es que la supuesta posverdad no es reciente y que estamos encima de la ola de un nuevo término de moda. Las mentiras han existido desde siempre, y lo que ahora está ocurriendo no es más que el capricho de una pretendida élite intelectual que quiere hacer prevalecer su punto de vista sobre los demás. Pero me parece que esta apreciación puede ser, cuanto menos, apresurada.
La inclusión de la palabra en el diccionario no ha sido arbitraria, se debe a la frecuencia de su uso con motivo de los últimos procesos democráticos en EE. UU. y Reino Unido. Es cierto que tal uso se debe a los medios de comunicación en su intento de desacreditar a uno u otro candidato o postura política. Sin embargo, el término se ha hecho también popular con la indiscriminada proliferación de noticias falsas, de comentarios insultantes a personajes públicos que rozan la difamación, y el descrédito de instituciones que han prestado un gran servicio a la sociedad. Todo esto especialmente a través de las redes sociales. El problema se encuentra en primer lugar en la mentira, es decir, en la intención de tergiversar la verdad. Pero también está en un fenómeno que en nuestra sociedad se ha potenciado por el uso de este tipo de redes y que hace que tales mentiras se propaguen: la falta de atención, y de respeto por la verdad.
La perniciosidad de la mentira
Hay quienes piensan, siguiendo a Machado, que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. Pero, a la vez, me parece que está claro que en la actualidad hay una apreciación generalizada de que el valor público de la verdad está por los suelos. Creo que esto se puede observar, en primer lugar, en la idea generalizada de que decir la verdad es algo beneficioso. En efecto, la mentira puede ser perniciosa no solo desde un punto de vista moral, sino también pragmático. Para mentir hay que tener clara la verdad de lo que se quiere tergiversar y tener la intención de engañar. No es un simple descuido. Hay una malicia que nos repugna. El mentiroso, si es descubierto, es rechazado. Nadie quiere volver a ser engañado por él. En vista de los posibles resultados, mentir puede ser estratégicamente inconveniente.
La consideración pragmática de la mentira ha contribuido a popularizar la siguiente idea: no decir la verdad es perjudicial para el que miente. Esto es cierto. Pero, a la vez, esta idea implica que podemos hacer cualquier cosa con la verdad. La verdad sería algo que está al alcance de nuestras manos, y que podríamos usar del modo que mejor nos convenga. No decir mentiras sería una simple cuestión de conveniencia. La forma de utilizar la verdad de un hecho estaría regida bajo la fuerza de nuestros intereses. Bajo este punto de vista, la honestidad no sería más un valor que podríamos admirar, sino simplemente el estatuto que alcanzan quienes son más astutos en nuestra sociedad.
La supuesta era de la posverdad ha tenido un canal a través del cual se ha hecho presente: las redes sociales. Basta tener una cuenta en Facebook, Twitter, Instagram o Pinterest para contribuir en la popularización de una noticia, idea, u opinión. Pero, cuando la mentira se ha hecho presente en ellas de un modo tan patente, llama la atención que quienes estamos presentes en la nube no pongamos atención a las consecuencias que tiene difundir algo de lo que no estamos seguros. Es como si no nos importase la verdad o falsedad de los hechos que estamos propagando.
Sobre la charlatanería
Esta última idea fue capturada de un modo singular por el emérito profesor de Princeton Harry Frankfurt en su ensayo Sobre la charlatanería (2013). Para él, el charlatán es alguien al que el valor de la verdad le tiene sin cuidado. Puede mantener clara la distinción entre lo verdadero y lo falso pero, como anda despreocupado por el valor de la verdad, le interesa poco el modo de presentarla o las consecuencias de lo que dice. Su atención está puesta en la imagen que transmite a los demás, sin importar si lo que dice es verdadero o falso. El charlatán algunas veces puede caernos bien, salvo que su charlatanería llegue a asuntos que consideramos importantes. Por su carencia de intencionalidad nos desconcierta, y su falta de intención recta frente a la verdad puede llegar a asustarnos.
Si creemos que el valor público de la verdad está bajo mínimos vitales, debemos hacer algo por devolverle su importancia. Pero es importante que no nos engañemos. La mentira es perniciosa, pero no lo es más que la falta de atención que a veces ponemos hacia la verdad por una triste banalización de su valor. Tal vez es un buen momento para empezar a resaltar el valor que tiene la verdad por encima de las consecuencias que puede tener afrontarla. Saber que justificarnos sin razón ante los demás, cotillear esperando que los demás no se enteren o copiar en un examen, por decir algunos actos de manipulación de la verdad, no es algo banal. Y que, lamentablemente, tarde o temprano, ir en contra de la verdad tiene unas consecuencias de las que no podremos escapar, personal o socialmente.
Martín Montoya Profesor de la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra