El autor de este artículo, sacerdote, trabajaba en la secretaría particular de Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Cuenta cómo se desvivía en detalles de cariño y describe de primera mano sus últimas palabras antes de fallecer: una llamada a “la fidelidad de todas y de todos”.
La primera dificultad que encuentro al intentar ofrecer una semblanza de Mons. Javier Echevarría surge del modo mismo en que me dirijo a él en estos momentos. Institucionalmente, era el Prelado del Opus Dei, obispo titular de Cilibia; pero esto no refleja en absoluto su verdadera identidad.
Aunque muchos de los lectores de la revista no pertenezcan a la Obra, y probablemente ni ellos mismos se consideren particularmente “simpatizantes”, no encuentro ahora manera más adecuada de referirme a Mons. Javier Echevarría que la que he usado siempre: Padre.
Incluso una vez me encargó algo de mi competencia, porque deseaba tener un detalle de afecto con una familia, y se me escapó un “sí, papá”. Yo ya no era un niño: había superado ampliamente la treintena, y a ese comentario inconsciente −que me situaba en posición un tanto embarazosa, pues había más gente presente− respondió sólo con una ligera sonrisa por lo cómico del contexto.
Por designios de la Providencia −siempre he procurado no preguntarme demasiado el por qué− he tenido la inmensa fortuna de trabajar durante 14 años en la secretaría particular del Padre, a la que me incorporé en el 2002; un tiempo que me ha permitido profundizar en la enorme riqueza interior de un hombre de Dios.
Muchos podrán hablar mejor que el que suscribe acerca de sus dotes humanas y sobrenaturales. Su memoria prodigiosa sorprendía a más de uno, pues a sus 84 años recordaba con rapidez fechas, lugares, situaciones..., con precisión germana. Esto, unido a su experiencia de gobierno adquirida junto a san Josemaría y al beato Álvaro del Portillo, le concedían una capacidad de trabajo poco común, confirmada por las innumerables veces en que debía sustituir los recambios de las estilográficas y la cantidad ingente de escritos −era un escritor infatigable− que recogen su caligrafía agradabilísima. Eran notables sus conocimientos en tantas áreas del saber, su vida de piedad y un largo etcétera que les ahorro, y que el tiempo irá poniendo en evidencia.
Pero el Padre ha sido mucho más que lo dicho arriba, pues gracias a su cercanía he aprendido que ser santo no es sinónimo de caras serias, vida de sacrificio victimista, renuncia a los afectos humanos por amor a Dios..., sino más bien todo lo contrario a esa caricatura. Desde los inicios de mi trabajo a su lado, me trataba con exigencia; pero, al mismo tiempo, con intenso cariño y con deseo sincero de conocerme bien: me preguntaba por mi familia, por mis aficiones, el deporte que practicaba...
Recuerdo una de las primeras veces que me fui de excursión a la montaña. Era invierno y no llevaba gafas adecuadas para protegerme de los reflejos del sol en la nieve. El resultado fue una buena conjuntivitis que me tuvo en el dique seco algún día. Así las cosas, me encontraba en la oficina por casualidad, y llamó el Padre para que alguien fuera a su despacho. Como estaba yo solo, me acerqué, con una aproximación más bien “táctil”, palpando barandillas y paredes hasta llegar a su habitación. En cuanto entré −el Padre ya sabía que estaba fastidiado− se sorprendió de verme y, después de preguntarme cómo estaba, bromeó conmigo diciendo: “Hay que ver, esta juventud no es como la de antes”, y no le dio más importancia. Luego me enteré de que por la noche había hablado de mí a los que convivían a diario con él, y que le había dado lástima ver que lo estaba pasando mal. Por más que yo había intentado disimularlo, a él no se le había escapado el detalle de mi molestia, pero evitó manifestarlo delante de mí para que yo no me preocupara demasiado y no fuera aprensivo.
Compaginaba elegantemente la exigencia, el sentido del humor y el cariño paterno. Un día me llamó por teléfono para pedirme que, cuando pudiera, llevase a un enfermo una cosa que había dejado encima del escritorio. Cuando llegué al despacho ya no estaba el Padre, y encontré una nota junto a un bombón que decía, con su letra inconfundible: “Vicente, para que se lo lleves a Fulano... pero sin mordisquearlo”. Ese dulce lo habían sacado como merienda en el comedor del Padre y, sabiendo lo mucho que le gustaba el chocolate fondente a esa persona en cuestión, lo “secuestró”, pero no quiso llevárselo él mismo para evitar cualquier protagonismo. Así actuó siempre, sin darse importancia.
Antes bien, de un modo natural, procuraba distinguir el trabajo que afectaba directamente a la labor de gobierno como cabeza del Opus Dei, de los pequeños servicios que nos tenía que pedir y atañían más directamente a su persona: para estos últimos, no había nunca prisa, mientras que para las cosas de la Obra nos exigía la mayor diligencia.
Por ejemplo, no conseguíamos quitarle de las manos la cartera de trabajo que llevaba al Vaticano, o la pequeña maleta con la que realizaba sus viajes pastorales −abundantísimos, a edades en las que viajar supone un esfuerzo y un desgaste notables−, para facilitarle los trayectos de pasillos y aeropuertos. A propósito de aeropuertos, retengo en la memoria un brevísimo viaje a Suecia para pasar unas horas, de viernes a domingo, con las personas de la Obra que viven allí; para animarles y −como decía, parafraseando a san Josemaría−, aprender de ellas.
Hacía relativamente poco que había viajado a otro país, y era una época en la que resultaban frecuentes estos traslados tan breves e intensos. Mientras caminábamos juntos por un pasillo, le comenté: “Bueno, Padre, imagino que a usted le gusta viajar”, a lo que respondió sin dudar: “¿A mí? Nada”. Con el tiempo tuve ocasión de constatar este dato, pues el último año de su vida prefirió el coche a los aeropuertos que había frecuentado con san Josemaría, con enorme asiduidad con don Álvaro y, casi exclusivamente −siempre por motivos prácticos: ahorro de tiempo, en particular−, desde su nombramiento como Prelado, en 1994.
Sus detalles de cercanía y cariño eran constantes: le he visto atender enfermos, visitar eclesiásticos ancianos que acusaban un poco la soledad, impulsar iniciativas de apostolado, recibir centenares de personas en visitas de pequeños grupos, y ofrecer palabras de consuelo..., hasta bailar delante de un hijo suyo que no lograba superar su timidez cuando se encontraba ante el Padre. Trataba a cada cual según lo que necesitaba, y lo percibía al vuelo, con una agilidad fruto del cariño auténtico.
Sus últimos días en la tierra, los pasó en el hospital romano Campus Bio-medico. Desde el momento en el que ingresó, con lo que pensábamos que era únicamente una infección pulmonar, se suman por docenas los detalles de cariño por todo el personal médico y por los otros pacientes, por los que rezaba en todo momento. Muchos han venido después a rezar ante sus restos mortales, removidos por el afecto que habían recibido en los siete días que permaneció allí. Se interesaba por su situación familiar, por sus hijos, si vivían lejos o cerca del trabajo, si lograban descansar un poco en familia, y de modo delicado les animaba a rezar y a dedicarse a los pacientes con profesionalidad y viendo el lado más humano de su trabajo... No me alargo en estos detalles, porque cansaríamos al lector, pero basta un ejemplo que me ha quedado impreso para toda la vida y que narro a continuación.
La tarde antes de fallecer me había tocado el turno que nos habíamos fijado para atenderle las 24 horas del día. Se encontraba muy fatigado por el deterioro de los pulmones con motivo de la fibrosis y no conseguía respirar bien. Nosotros procurábamos aliviar un poco su fatiga, refrescándole, contándole cosas divertidas, a las que el Padre correspondía en la medida de sus posibilidades, intentando seguir la conversación, sonreír a nuestras gracias, profundizar en lo que le decíamos.
Aunque sabíamos que estaba mal, no imaginábamos ninguno que fallecería esa misma noche, a las 20.50. Don Fernando Ocáriz y don José Andrés Carvajal −que había pasado con el Padre toda la noche anterior, en la que había sufrido una crisis respiratoria importante−, tuvieron que regresar a Villa Tevere, sede central de la Obra. El empeoramiento del Padre se había ido haciendo evidente a lo largo de la tarde, aunque no hasta el punto de hacernos presagiar un desenlace inminente. Para mi sorpresa, cuando nos quedamos solos, el Padre, que se esforzaba por respirar, me dijo de repente que fuera a cenar. Al decirle que todavía no había llegado la bandeja, me invitó a pedirla. Le respondí dando largas, ya que probablemente la traerían; pero como era muy tarde, el Padre volvió a insistirme: “Que la pidas, no seas pesado”.
Cómo se desarrolló todo después de la cena daría para otro artículo, pero de esos momentos me quedaron tres cosas muy impresas; la primera fue que, en mis idas y venidas por la habitación, en un momento me llamó: “Vicente”. Al acercar el oído, me susurró: “Que Dios te bendiga”. Una bendición de un padre que deja en manos del Señor la herencia recibida. Lo segundo en el orden temporal, pero quizá más importante: se fue recogiendo en oración y, al sugerirle si podía ayudarle en alguna petición concreta, me respondió asintiendo y comentó: “Por la fidelidad de todas y de todos”; ningún pensamiento hacia sí mismo, ninguna duda en la infinita misericordia de Dios... Un hombre al que no le asustaba nada, porque supo poner su misión −el cuidado de sus hijas e hijos del Opus Dei− por encima de sus intereses personales, mi cena por encima de su vida...
Ése era el Padre.
Vicente de Castro
Fuente: Revista Palabra.
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