En la primera Santa Misa de 2017, el Santo Padre ha recordado la “actitud” de María descrita en el Evangelio de San Lucas
“Queremos recibir a María en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros pueblos. Queremos encontrarnos con su mirada maternal. Esa mirada que nos libra de la orfandad; esa mirada que nos recuerda que somos hermanos, que somos de la misma carne”, son palabras del Papa Francisco en su homilía este uno de enero, en la celebración Eucarística en la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, y también, Jornada Mundial de la Paz.
También afirmó el Papa, a los fieles y peregrinos presentes en la Plaza de San Pedro para rezar la oración mariana del Ángelus del primer domingo de enero, que “Dios pide a María no solo ser la madre de su Hijo unigénito, sino también de cooperar con el Hijo y por el Hijo en el plan de salvación, para que en ella y a través de ella, humilde sierva, se cumpla las grandes obras de la misericordia divina”.
«María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Así describe Lucas la actitud con la que María acoge todo lo que estaban viviendo en aquellos días. Lejos de querer comprender o dominar la situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir, proteger, guardar en su corazón el paso de Dios por la vida de su pueblo. Desde su seno aprendió a escuchar el latido del corazón de su Hijo y eso le enseñó, para toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la historia. Aprendió a ser madre y, en ese aprendizaje, dio a Jesús la bonita experiencia de saberse Hijo. En María, el Verbo eterno no solo se hizo carne, sino que aprendió a reconocer la ternura materna de Dios. Con María, el Dios-Niño aprendió a escuchar los anhelos, las angustias, las alegrías y las esperanzas del pueblo de la promesa. Con Ella se descubrió a sí mismo como Hijo del santo pueblo fiel de Dios.
En los Evangelios María aparece como mujer de pocas palabras, sin grandes discursos ni protagonismos, sino con una mirada atenta que sabe proteger la vida y la misión de su Hijo y, por eso, de todo lo que Él ama. Supo proteger los albores de la primera comunidad cristiana, y así aprendió a ser madre de una multitud. Se acercó a las situaciones más diversas para sembrar esperanza. Acompañó las cruces cargadas en el silencio del corazón de sus hijos. Tantas devociones, tantos santuarios y capillas en los lugares más recónditos, tantas imágenes repartidas por las casas nos recuerdan esta gran verdad. María nos ha dado el calor materno, el que nos envuelve en medio de las dificultades; el calor materno que permite que nada ni nadie apague en el seno de la Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde está una madre, hay ternura. Y María con su maternidad nos muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, nos enseña que no hay que maltratar a los demás para sentirse importantes (cfr. Evangelii gaudium, 288). Y desde siempre el santo pueblo fiel de Dios la ha reconocido y saludado como la Santa Madre de Dios.
Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre nuestra al inicio de un nuevo año significa recordar una certeza que acompañará nuestros días: somos un pueblo con una Madre, no estamos huérfanos.
Las madres son el antídoto más fuerte contra nuestras tendencias individualistas y egoístas, contra nuestras cerrazones y apatías. Una sociedad sin madres sería no solo una sociedad fría, sino una sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el “sabor de familia”. Una sociedad sin madres sería una sociedad sin piedad, que solo deja sitio al cálculo y a la especulación. Porque las madres, incluso en los momentos peores, saben manifestar la ternura, la entrega incondicionada, la fuerza de la esperanza. He aprendido mucho de aquellas madres que, teniendo hijos en la cárcel o prostrados en una cama de hospital o sometidos por la esclavitud de la droga, con frío y calor, con lluvia y sequía, no se rinden y siguen luchando por darles lo mejor. O aquellas madres que, en los campos de refugiados, o incluso en medio de la guerra, logran abrazar y sostener sin vacilar el sufrimiento de sus hijos. Madres que dan literalmente la vida para que ninguno de sus hijos se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia de hijos.
Comenzar el año recordando la bondad de Dios en el rostro materno de María, en el rostro materno de la Iglesia, en los rostros de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de la “orfandad espiritual”, esa orfandad que el alma vive cuando se siente sin madre y le falta la ternura de Dios. Esa orfandad que vivimos cuando se apaga en nosotros el sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios. Esa orfandad que encuentra espacio en el corazón narcisista que solo sabe mirarse a sí mismo y a sus intereses, y que crece cuando olvidamos que la vida es un don, que la hemos recibido de otros, y que estamos invitados a compartirla en esta casa común.
Esa orfandad autorreferencial es la que llevó a Caín a decir: «¿Acaso soy yo el protector de mi hermano?» (Gen 4,9), como diciendo: él no me pertenece, no lo reconozco. Dicha actitud de orfandad espiritual es un cáncer que silenciosamente devora y degrada el alma. Y así nos degradamos poco a poco, desde el momento en que nadie nos pertenece y nosotros no pertenecemos a nadie: degrado la tierra porque no me pertenece, degrado a los demás porque no me pertenecen, degrado a Dios porque no le pertenezco… Y por último acabamos por degradarnos a nosotros mismos porque olvidamos quién somos, qué “nombre” divino tenemos. La pérdida de los vínculos que nos unen, típica de nuestra cultura fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentido de orfandad y, por eso, de gran vacío y soledad. La falta de contacto físico (y no virtual) va cauterizando nuestros corazones (cfr. Laudato si’, 49) haciendo perder en ellos la capacidad de la ternura y del asombro, de la piedad y de la compasión. La orfandad espiritual nos hace perder la memoria de lo que significa ser hijos, ser nietos, ser padres, ser abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder la memoria del valor del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la gratuidad.
Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos hace asomar de nuevo en la cara la sonrisa de sentirnos pueblo, de sentir que nos pertenecemos; de saber que solo dentro de una comunidad, de una familia las personas pueden encontrar el “clima”, el “calor” que permite aprender a crecer humanamente y no como meros objetos invitados a “consumir y ser consumidos”. Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos recuerda que no somos mercancía de intercambio o terminales receptores de información. Somos hijos, somos familia, somos pueblo de Dios.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos empuja a crear y cuidar espacios comunes que nos den sentido de pertenencia, de arraigo, de hacernos sentir en casa dentro de nuestras ciudades, en comunidades que nos unan y nos sostengan (cfr. ibid., 151).
Jesucristo, en el momento del don más grande de su vida, en la cruz, no quiso quedarse nada para sí, y entregando su vida nos dio también a su Madre. Dijo a María: he ahí a tu hijo, ahí están tus hijos. Y nosotros queremos acogerla en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros pueblos. Queremos encontrar su mirada materna. Esa mirada que nos libera de la orfandad; esa mirada que nos recuerda que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne. Esa mirada que nos enseña que debemos aprender a cuidar la vida del mismo modo y con la misma ternura con que Ella la cuidó: sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos Madre; no somos huérfanos, tenemos una madre. ¡Profesemos juntos esta verdad! Y os invito a aclamarla de pie [todos se levantan] tres veces, como hicieron los fieles de Éfeso: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En los días pasados hemos posado nuestra mirada de adoración en el Hijo de Dios, nacido en Belén; hoy, solemnidad de María Santísima Madre de Dios, dirigimos los ojos a la Madre, pero captando a la una y al otro en su estrecho vínculo. Ese vínculo no se agota en el hecho de haber engendrado y en haber sido engendrado; Jesús ha «nacido de mujer» (Gal 4,4) para una misión de salvación y su madre no está excluida de dicha misión, es más, está asociada íntimamente. María es consciente de esto y, por tanto, no se encierra a considerar solo su relación materna con Jesús, sino que permanece abierta y atenta hacia todos los acontecimientos que suceden en torno a Él: conserva y medita, escruta y profundiza, como nos recuerda el Evangelio de hoy (cfr. Lc 2,19). Ya dijo su “sí” y dio su disponibilidad para ser involucrada en la actuación del plan de salvación de Dios, que «dispersó a los soberbios de corazón, derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió vacíos» (Lc 1,51-53). Ahora, silenciosa y atenta, procura comprender qué quiere Dios de Ella día a día.
La visita de los pastores le ofrece la ocasión para entender algún elemento de la voluntad de Dios que se manifiesta en la presencia de esas personas humildes y pobres. El evangelista Lucas nos cuenta la visita de los pastores a la gruta con una secuencia de verbos que expresan movimiento. Dice así: van sin demora, encuentran al Niño con María y José, lo ven, cuentan lo que de Él les habían dicho, y finalmente glorifican a Dios (cfr. Lc 2,16-20). María sigue atentamente todo esto, lo que dicen los pastores, lo que les ha pasado, porque ya vislumbra ahí el movimiento de salvación que surgirá de la obra de Jesús, y se prepara, dispuesta a cualquier petición del Señor. Dios pide a María no solo ser la madre de su Hijo unigénito, sino también cooperar con el Hijo y por el Hijo en el plan de salvación, para que en Ella, humilde sierva, se cumplan las grandes obras de la misericordia divina.
Y he aquí que, mientras, como los pastores, contemplamos la imagen del Niño en brazos de su Madre, sentimos crecer en nuestro corazón un sentimiento de inmenso reconocimiento hacia Aquella que ha dado al mundo al Salvador. Por eso, en el primer día de un nuevo año, le decimos:
¡Gracias, Santa Madre del Hijo de Dios Jesús, Santa Madre de Dios!
Gracias por tu humildad que ha atraído la mirada de Dios;
gracias por la fe con que has acogido su Palabra;
gracias por el valor con que has dicho “heme aquí”,
olvidada de ti, fascinada por el Amor Santo,
hecha un todo uno con su esperanza.
¡Gracias, Santa Madre de Dios!
Ruega por nosotros, peregrinos en el tiempo;
ayúdanos a caminar por el camino de la paz.
Amén.
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz año! Y el año será bueno en la medida en que cada uno de nosotros, con la ayuda de Dios, procure hacer el bien día a día. Así se construye la paz, diciendo “no” −con los hechos− al odio y a la violencia y “sí” a la fraternidad y a la reconciliación. Hace ya 50 años, el beato Papa Pablo VI empezó a celebrar en esta fecha la Jornada Mundial de la Paz, para reforzar el compromiso común de construir un mundo pacífico y fraterno. En el Mensaje de este año año he propuesto asumir la no-violencia como estilo para una política de paz.
Desagraciadamente, la violencia ha golpeado también en esta noche de felicitaciones y de esperanza. Con dolor, expreso mi cercanía al pueblo turco, rezo por las numerosas víctimas y por los heridos y por toda la Nación de luto, y pido al Señor que sostenga a todos los hombres de buena voluntad que valientemente se arremangan para afrontar la plaga del terrorismo y esta mancha de sangre que envuelve al mundo con una sombra de miedo y de desorientación.
Deseo agradecer al Presidente de la República Italiana las expresiones de felicitación que me dirigió anoche, durante su Mensaje a la Nación. Se los deseo yo también de corazón, invocando la bendición del Señor sobre el pueblo italiano para que, con la contribución responsable y solidaria de todos, pueda mirar el futuro con confianza y esperanza.
Saludo a todos los aquí presentes, familias, asociaciones, grupos de jóvenes, deseando un feliz y sereno año nuevo. Expreso mi reconocimiento por tantas iniciativas de oración y de compromiso por la paz que se realizan en todas partes del mundo. Recuerdo en particular la marcha nacional de anoche en Bolonia, promovida por la CEI, Caritas, Acción Católica y Pax Christi, con el apoyo de la Diócesis y del Ayuntamiento de Bolonia.
Saludo a los participantes en la manifestación “Paz en todas las tierras”, promovida por la Comunidad de San Egidio. Gracias por vuestra presencia y vuestro ejemplo.
Y a todos deseo un año de paz en la gracia del Señor y con la protección materna de María, Madre de Dios.
Feliz fiesta y, por favor, no olvidéis de rezar por mí. Buen provecho y hasta pronto.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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