Hay que hacer regalos por Navidad, pero celebrar semejante acontecimiento con una orgía de compras es una incongruencia sórdida
Si el consumismo es siempre una lacra deshumanizadora y un instrumento de control social con el que se anestesia la muerte del espíritu, el consumismo navideño se convierte en su expresión más desaforada y aberrante. Porque la Navidad, que es una subversión del universo, nos recuerda que nuestra salvación se logra a través del despojamiento, que halla su expresión sublime en la conversión de un Dios que había modelado las estrellas en un Niño recién nacido cuyas manecitas se agitan en una cueva oscura.
Y para llegar a este despojamiento supremo antes hubo otros despojamientos más modestos, pero extraordinariamente valiosos: los Magos renunciaron a las comodidades de su palacio y a las gratificantes delicias del estudio; los pastores renunciaron al sueño reparador y al cuidado de sus rebaños y seguramente también a sus pellizas para dar calor al Niño recién nacido; José tuvo que despojarse de respetos humanos desde que supo que su mujer había quedado embarazada, tuvo que sacudirse el miedo y las aprensiones, tuvo que echar a barato las murmuraciones de sus vecinos y sus propias suspicacias; y María, en fin, tuvo que despojarse de resistencias y orgullos vanos, para abandonarse a una voluntad y una misión que la desbordaban.
Toda la escena que se corona en la cueva de Belén es un acto de despojamiento y una celebración de la renuncia. Y celebrar semejante acontecimiento con una orgía de compras es una incongruencia sórdida y tal vez también una burla diabólica; pero sobre todo es el reconocimiento de una derrota: ya que no podemos conmemorar aquella subversión del universo que entonces se produjo con una subversión de nuestros corazones, nos dedicamos a disimular nuestra impotencia mediante un consumo bulímico que anestesie nuestro dolor y esterilidad. Y, a la vez, expulsamos toda posibilidad de que algo nuevo y bello nazca dentro de nosotros, como los dueños de las posadas de Belén expulsaron a la mujer parturienta y a su marido que buscaban habitación.
Pero todas estas consideraciones, que nos recuerdan que la Navidad es despojamiento y pobreza, no pueden hacernos olvidar que la Navidad es sobre todo un don. Chesterton se burlaba de una tal Mrs. Eddy, que en el delirio de su puritanismo ridículo se negaba a hacer regalos por Navidad, conformándose con pensar en silencio en la Verdad y la Pureza.
Recordaba Chesterton que «la idea de corporizar un afecto, de ponerlo en un cuerpo, es la enorme y primigenia idea de la Encarnación»; y, en efecto, los Reyes Magos no se conformaron con regalar Verdad y Pureza, sino que hicieron sus ofrendas al Niño, que a su vez se ofreció como regalo a los hombres, en lugar de quedarse en el cielo lanzando desde una nube Verdad y Pureza a porrillo. En esa idea de encarnar el amor puro y verdadero en algo concreto se halla el secreto de la vida plena, sin fatuos idealismos, sin quimeras ilusorias, sin vacuas entelequias.
El amor tiene que tener −donde agarrar−, como vulgarmente se dice; y allá donde el amor no se puede agarrar, allá donde no se concreta en algo palpable, termina languideciendo, espiritualizándose tanto que acaba por morir de inanición. Así que, para amar plenamente, tenemos que ofrendar cosas tangibles, como hicieron los Magos, y también regalarnos a nosotros mismos, convertidos en cuerpos ciertos que se dejan manosear por quien los ama.
Hay que hacer regalos por Navidad. Pero el mejor regalo no es el más caro, sino el más cuidado. Como los seres humanos, las cosas necesitan un cuidado: por eso siempre es más hermosa la artesanía que la producción industrial, la rosa que hemos cultivado en nuestro jardín que la rosa de invernadero comprada en una floristería. El regalo más valioso es el que tiene contagiada nuestra temperatura, la huella de nuestro cuidado, el calor de nuestro amor; tiene que haber en él una transferencia o donación de nosotros mismos. Por eso los mejores regalos no son los más rutilantes, sino aquellos regalos pobres en los que entregamos una parte de nosotros mismos, algo nacido de nuestra dedicación y cuidado (un poema acaso ripioso salido de nuestro caletre, una tarta cocinada en nuestro horno, un jersey que hemos tejido en las tardes de invierno). Un regalo en el que, en lugar de mostrar nuestro amor al consumo, mostremos el amor que nos consume.
Cuando era niño y salía de paseo al campo siempre hacía un ramo de florecillas silvestres para mi madre, muy amorosamente elegidas entre todas las que saludaban la primavera. Era el regalo que más gusto me daba hacer; y estoy seguro de que también el regalo que más gustosamente recibía mi madre. Porque en aquellas florecillas modestas estaba todo mi amor encarnado, palpitando como un corazón del tamaño del universo.