En la Cruz está la clave de la historia de la humanidad, que se debate desde sus orígenes entre el bien y el mal
En la Cruz está la clave de la historia de la humanidad, que se debate desde sus orígenes entre el bien y el mal
Catorce millones de desplazamientos se realizan en España durante la Semana Santa. Con o sin esos traslados muchos millones de cristianos viven las ceremonias religiosas muy arraigadas en nuestra sociedad, con una destacada dimensión cultural, de gran utilidad también para quienes profesan otra religión o carecen de ella.
Paradojas de la Cruz
En la Cruz nada es lo que parece. En ella está el Nazareno ajusticiado aunque comprobamos que ha sido condenado sin asomo de justicia humana, civil o religiosa. El taimado Caifás promueve la muerte de un hombre para evitar la intervención romana y, sin saberlo, hace el papel de profeta sobre el Mesías doliente que salva: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo» (Juan 18, 14). El Crucificado clama a Dios en su angustia pero no opone resistencia porque en verdad está rezando el salmo 22 que presenta, en toda su grandeza, el sacrificio voluntario del Ungido que confía plenamente en la intervención divina para salvarle de la muerte: «Me hará vivir para él, mi descendencia lo servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán con justicia al pueblo que ha de nacer: Todo lo que hizo el Señor» (Salmo 22, 30-32).
También María, su Madre, y unas mujeres insignificantes le acompañan al pie de la Cruz, y sin embargo se cumple para siempre ese «Proclama mi alma la grandeza del Señor (…) Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lucas 1, 46-48). Además, vemos al joven Juan que no puede hacer nada por impedir esa crucifixión, pero será el notario que documentará ante la historia humana que en el Calvario muere Dios: «El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis» (Juan 19, 35). Finalmente, parece que Jesús es la víctima que cae en las redes de los judíos principales, y sin embargo entrega su vida voluntariamente: «"Está cumplido". E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Juan 19, 30).
Esa Cruz beneficia a todos
En la Cruz está la clave de la historia de la humanidad, que se debate desde sus orígenes entre el bien y el mal. Cada ser humano, hombre o mujer, ha recibido una libertad auténtica con la que misteriosamente puede hacer de este mundo un jardín espléndido o un montón de escombros. Nadie nace santo o asesino pero se va forjando un modo de ser propio e intransferible, con el apoyo del amor desde la cuna y, si éste faltase, siempre contará con la ayuda de Dios: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Isaías 49, 15).
Sin embargo, la clave de esa libertad del hombre reside en que es un don de lo alto, de modo que no hay razón para angustiarse ante su inmenso poder, como temía el existencialismo ateo de Sartre o la locura de Nietzsche. Porque es Dios Padre Creador quien sustenta mi libertad: precisamente porque esa libertad está anclada, sujeta por un punto, por eso mismo puede estirarse como una goma elástica y llegar muy lejos. En suma, el hombre no es creador de sí mismo, la no es sólo libertad, y cuenta con la compañía de sus semejantes para gastar bien su libertad.
Además, la Cruz indica que Dios interviene directamente y para siempre en nuestra historia, algo que nunca han podido digerir los poderes de la tierra. El ateísmo, y otras manifestaciones afines como el secularismo o el laicismo, rechazan que Dios se interese por nuestro mundo como obra suya, y con más motivo ame a todos con amor de Padre: quiere que todos sean salvos, que acepten la entrega de amor que fluye del corazón del Crucificado. Y podemos comprender que amar es darse más que exigir donaciones, y este milagro puede triunfar sobre la soberbia y el egoísmo porque Dios está con nosotros. No hay justificación para poner a Dios entre paréntesis en la vida social, profesional o familiar. Y quien se da a Dios no pierde nada de sí mismo sino que lo recibe todo, como enseña Benedicto XVI.
No hay pues dos mundos absolutamente ajenos, el olimpo de los dioses, y nuestra tierra de pobrecitos hombres sometidos al destino. Dios es Amor, y lo demuestra con su Providencia amorosa señalando el camino de la felicidad, ofreciendo todos los medios para que la libertad se adhiera al bien, y el hombre sea salvado: el Evangelio, los sacramentos, la gracia, la luz de la revelación, la esperanza que salva, la Iglesia… En definitiva, en nuestro mundo no impera el azar ni el fatum, sino el Amor que sustenta todos nuestros amores nobles. Al final, el triunfo sobre la muerte y la felicidad.
Esa Pasión y Cruz de Jesucristo son actuales ahora en las víctimas traspasadas por el mal uso de la libertad humana, por el pecado, por las guerras: la suma de todos los pecados contra Dios y contra el prójimo. Y entre tantas víctimas hay que contabilizar a los mártires de la historia, y sin duda los del siglo XX y del XXI, cuando es tan fácil arrebatar la vida a unas familias arrojando bombas en el templo y ametrallando a todo lo que se mueve, a manos de fanáticos disfrazados con obsesiones religiosas en países como Egipto, Pakistán, India, Nigeria o Costa de Marfil. Todas esas masacres nos recuerdan que la Cruz no es un recuerdo piadoso del pasado sino una participación actual en la muerte y vida de Jesucristo.
La memorable película titulada La Pasión, de M. Gibson, relata las últimas doce horas del Redentor del hombre. Al morir en la Cruz y entregar finalmente su espíritu la cámara se remonta perdiéndose en el cielo plomizo hasta quedar suspendida la visión… para empezar el descenso pausado de una lágrima en la que se refleja el mundo, hasta chocar con la tierra y morir en mil gotas diminutas. Y entonces, sólo entonces, estalla la tormenta de lluvia torrencial, viento huracanado, y rayos que atraviesan el firmamento. Es la naturaleza que llora la muerte del Dios hecho hombre. Después llega el silencio del Padre pero no su actividad amorosa pues al tercer día la luz inunda el sepulcro, y el cuerpo de Jesucristo resucita para nunca más morir. La vida ha triunfado definitivamente sobre la muerte.