No parece que la lucha contra la desinformación pueda hacerse negando o limitando el derecho de expresión de los ciudadanos
Ante la noticia de que François Hollande no se presentará a la reelección, se están publicando abundantes balances de su mandato. Uno lo hizo el propio presidente, en la alocución televisada desde el Elíseo para informar a los ciudadanos. Su mea culpa se centró casi exclusivamente en la falta de éxito de su política para combatir el paro. En cambio, consideró que había acertado en las medidas necesarias contra el terrorismo, especialmente grave al final del mandato, excepto en la propuesta −luego retirada− de privación de la nacionalidad a personas ciudadanos no originarios franceses. A pesar de la excesiva duración del estado de excepción, con facultades extraordinarias para los servicios de seguridad del Estado, afirmó que no había limitado las libertades, en contra de una opinión muy extendida.
En cambio, sí va a reducir el derecho básico a la libertad de opinión el proyecto que acaba de aprobar la Asamblea Nacional en materia de derecho a la vida. Tal vez no reciba la confirmación del Senado o vuelva a la cámara baja con cambios importantes. Rechazó ya en octubre una enmienda en esta línea dentro de la ley de igualdad y ciudadanía. Pero, de momento, significaría la extensión del ya tipificado delito de obstrucción física al aborto, a las manifestaciones de opinión a favor de la vida que puedan disuadir a las mujeres de su decisión de interrumpir un embarazo no deseado.
Sucede esto al final de un mandato, en el que se han introducido importantes reformas en el ordenamiento jurídico francés en contra de antiguas tradiciones, y del propio código civil de Napoleón. Otras promesas de Hollande, como la relativa a la eutanasia, no han podido ir adelante por la seria reacción social. Pero, en conjunto, muestran la evolución del socialismo francés hacia la consagración en las leyes de posiciones éticas no enraizadas en la propia identidad. El dudoso éxito político a corto plazo acaba pasando factura.
En cualquier caso, muestra cierta la decadencia moral de Occidente que se aprecia también en otros partidos clásicos. La primacía del individualismo absolutiza las libertades −excepto en el derecho fiscal y la vida económica y empresarial−: conductas antes ilícitas se transforman en derechos; y lleva, en línea con lo políticamente impuesto (antes, correcto), a la incorporación al ordenamiento de sanciones penales en sentido contrario.
El proyecto aprobado estos días refleja esa inspiración. Pero su redacción resulta poco afortunada: probablemente no resista el análisis de constitucionalidad si no es modificada a fondo. Así lo estima también el diario Le Monde, en su editorial del día 4, desde una neta postura favorable a la libertad de la mujer en este campo. También para Georges Pontier, arzobispo de Marsella, presidente de la Conferencia episcopal francesa, la ley encierra “un atentado muy grave a los principios de la democracia”.
La ley Neiertz creó en 1993 el delito de obstrucción al aborto. Contemplaba la conocida acción de activistas pro-vida que se encadenaban o realizaban sit-in ante los hospitales o clínicas en que se practicaba a embarazadas. Se trata ahora de luchar contra los medios de comunicación, incluidas expresamente las páginas on line, que desinforman, a juicio de la ministra francesa Laurence Rossignol. Esos sitios de Internet se han desarrollado últimamente, desde la reforma socialista de la ley Veil: eliminó la semana obligatoria de reflexión para las mujeres que deseaban abortar, considerado ya como derecho del que no se da cuenta a nadie.
Se amplía el ilícito de la obstrucción a las personas que difunden o transmiten on line datos o alegaciones, con el propósito de engañar intencionalmente, con un fin disuasorio, manipulando las características o consecuencias médicas del aborto.
Pero no parece que la lucha contra la desinformación −contra errores o noticias y opiniones adversas al aborto, en este caso− pueda hacerse negando o limitando el derecho de expresión de los ciudadanos. No estaríamos en la era de la post-verdad, de la que se habla tanto, sino en la de la simple verdad oficial impuesta, con su policía de costumbres, como en las repúblicas islámicas.
La libertad de información no es absoluta. Conoce límites, como cualquier otro derecho humano. Pero no parece que se pueda prohibir la expresión −aunque no se comparta− de tantas otras manifestaciones en el campo de la salud: desde las campañas contra las vacunas a la difusión de la asistencia al suicidio. El derecho a la vida incluye la abolición de la pena de muerte. Pero no parece democráticamente lógico imputar penalmente a quien siga empeñado en defender la pena capital. Se impone al menos detener ese tournant legislativo que identifica ética y derecho como en los viejos tiempos, ahora en sentido contrario.