El Papa ha reflexionado durante la audiencia general de este miércoles sobre la obra de misericordia de "acoger al peregrino, al extranjero”
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy reflexionamos sobre una obra de misericordia corporal, acoger al peregrino, al extranjero. La historia de la humanidad es una historia de migraciones, no existe un pueblo que no haya conocido este fenómeno. Tampoco la historia de la salvación es ajena a esta situación. Abrahán, Moisés, incluso Jesús ha dejado su tierra y se ha puesto en camino.
Estas situaciones a veces se han visto unidas a graves crisis sociales, que a lo largo de los siglos se han afrontado con dos aptitudes: la de cerrarse al que viene o la de acogerlo. Puede que levantar muros haga más ruido que la callada acción de quienes ayudan y asisten a los emigrantes y refugiados, pero cerrarse no es la solución, sólo favorece los tráficos criminales. La única respuesta es la de la solidaridad.
El compromiso de los cristianos es urgente. Todos tenemos el deber de acoger al hermano que huye de la guerra, el hambre o la violencia y estamos llamados a salir al encuentro del que sufre para llevarle el abrazo y la misericordia de Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor la gracia de abrirnos al hermano, acogerlo, para poder restituirle la dignidad que, en muchos casos, ha perdido por los abusos, el egoísmo, la criminalidad, así nuestra vida será fecunda y nuestras sociedades recuperarán la paz. Dios los bendiga.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Proseguimos en la reflexión sobre las obras de misericordia corporales, que el Señor Jesús nos entregó para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Estas obras, de hecho, hacen evidente que los cristianos no están cansados ni perezosos a la espera del encuentro final con el Señor, sino que cada día salen a su encuentro, reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden ayuda.
Hoy nos detenemos en estas palabras de Jesús: «Fui extranjero y me acogisteis, denudo y me vestisteis» (Mt 25,35-36). En nuestros tiempos es más actual que nunca la obra que se refiere a los forasteros. La crisis económica, los conflictos armados y los cambios climáticos empujan a muchas personas a emigrar. Sin embargo, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que pertenecen a la historia de la humanidad. Es falta de memoria histórica pensar que son propias solo de nuestros años.
La Biblia nos ofrece tantos ejemplos concretos de migración. Basta pensar en Abraham. La llamada de Dios lo lleva a dejar su país para ir a otro: «Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, hacia la tierra que yo te indicaré» (Gen 12,1). Y así fue también para el pueblo de Israel, que desde Egipto, donde era esclavo, fue marchando durante cuarenta años por el desierto hasta que llegó a la tierra prometida por Dios. La misma Sagrada Familia −María, José y el pequeño Jesús− se vio obligada a emigrar para huir de la amenaza de Herodes: «José se levantó de noche, tomó al niño y a su madre y se refugió en Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15). La historia de la humanidad es historia de migraciones: en cada latitud, no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno migratorio.
A este propósito, en el transcurso de los siglos hemos asistido a grandes expresiones de solidaridad, aunque no hayan faltado tensiones sociales. Hoy, el contexto de crisis económica favorece desagraciadamente el resurgir de actitudes de cerrazón y de no acogida. En algunas partes del mundo surgen muros y barreras. A veces parece que la obra silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de diversos modos, se prodigan en ayudar y asistir a los prófugos e inmigrantes se haya oscurecido por el ruido de otros que dan voz a un instintivo egoísmo. Pero la cerrazón no es una solución, es más, acaba por favorecer los tráficos criminales. La única vía de solución es la de la solidaridad. Solidaridad con el inmigrante, solidaridad con el forastero…
El compromiso de los cristianos en este campo es urgente hoy como en el pasado. Por mirar solo al siglo pasado, recordemos la estupenda figura de santa Francisca Cabrini, que dedicó su vida junto a sus compañeras a los inmigrantes en los Estados Unidos de América. También hoy necesitamos esos testimonios para que la misericordia pueda llegar a tantos que lo necesitan. Es un compromiso que implica a todos, nadie excluido. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las asociaciones y movimientos, como cada cristiano, todos estamos llamados a acoger a los hermanos y hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la violencia y de condiciones de vida inhumanas. Todos juntos somos una gran fuerza de apoyo para cuantos han perdido patria, familia, trabajo y dignidad.
Hace algunos días pasó una pequeña historia en la ciudad. Había un refugiado que buscaba una calle y una señora se le acercó y le dijo: “¿Busca usted algo?”. Estaba descalzo, aquel refugiado. Y él dijo: “Me gustaría ir a San Pedro para entrar por la Puerta Santa”. Y la señora pensó: “Pero este sin zapatos, ¿cómo va a caminar?” Y llamó un taxi. Pero aquel inmigrante, aquel refugiado olía mal y el conductor del taxi como que no quería que subiese, pero al final lo dejó subir al taxi. Y la señora, junto a él, le preguntó un poco por su historia de refugiado y de inmigrante, en el transcurso del viaje: diez minutos para llegar hasta aquí. Ese hombre contó su historia de dolor, de guerra, de hambre y por qué había huido de su Patria para emigrar aquí. Cuando llegaron, la señora abre el bolso para pagar al taxista pero el taxista, que al principio no quería que ese inmigrante subiese porque apestaba, dijo a la señor: “No, señora, soy yo quien debo pagar a usted porque me ha hecho oír una historia que me ha cambiado el corazón”. Esa señora sabía lo que era el dolor de un inmigrante, porque tenía sangre armenia y conocía el sufrimiento de su pueblo. Cuando hacemos una cosa de este tipo, al principio lo rechazamos porque nos da un poco de incomodidad: “es que… apesta…”. Pero al final, la historia nos perfuma el alma y nos hace cambiar. Pensad en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los refugiados.
Y lo otro es vestir al desnudo: ¿qué quiere decir si no devolver la dignidad a quien la haya perdido? Ciertamente dando ropa a quien no la tiene; pero pensemos también en las mujeres víctimas de la trata, tiradas por las calles, o en otros, demasiados modos de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de los menores. Y así, no tener un trabajo, una casa, un salario justo también es una forma de desnudez, o ser discriminados por la raza, o por la fe, son todas formas de “desnudez”, ante las cuales como cristianos estamos llamados a estar atentos, vigilantes y dispuestos a actuar.
Queridos hermanos y hermanas, no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferentes a las necesidades de los hermanos y preocupados solo de nuestros intereses. Es precisamente en la medida en que nos abrimos a los demás que la vida es fecunda, las sociedades vuelven a adquirir la paz y las personas recuperan su plena dignidad. Y no olvidéis aquella señora, no olvidéis aquel inmigrante que apestaba y no olvidéis al conductor al que el inmigrante le cambió el alma.
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Finalmente, un saludo a los jóvenes, enfermos y recién casados. Al final del mes de octubre deseo recomendar el rezo del Rosario. Que esta sencilla oración mariana os indique, queridos jóvenes, el camino para interpretar la voluntad de Dios en vuestra vida; amad esta oración, queridos enfermos, porque trae consigo el consuelo para la mente y el corazón. Que sea para vosotros, queridos recién casados, un momento privilegiado de intimidad espiritual en vuestra nueva familia.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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