El comentario de una chica me sirvió para darme cuenta de hasta qué punto cuenta Dios con nosotros para meterse en la vida de los demás
El otro día, en clase de literatura, tuve que hacer una exposición sobre las referencias de un autor a una religión indígena. Más tarde, en el descanso, una amiga me comentó: “¡Joé!, parecías el cura de mi colegio”. No me lo dijo con mala intención, más tarde me enteré que este cura había sido el único contacto que había tenido con la fe, y que no conservaba un mal recuerdo de él.
Este hecho me llevó a pensar en la responsabilidad que tiene cada cristiano. La nostalgia de lo divino que muchos hombres tienen hace que encuentren a Cristo por los derroteros más insospechados. No hay duda de que la gracia de Dios supone la naturaleza humana, lo que comienza siendo una impresión estética o un gesto que agrada al otro se convierte en una manera de Jesús, de acercarse a las almas. El comentario de esta chica me sirvió para darme cuenta hasta qué punto cuenta Dios con nosotros para meterse en la vida de los demás.
Nuestra responsabilidad estriba en que Cristo impregne enteramente nuestro ser: la mirada, la manera de andar, nuestras expresiones; todo debe estar atravesado por Él. Claro que aunque tuviéramos conocimiento de cómo andaba Jesús, o de cómo era el timbre de su voz, o la forma de sus manos; sería poco práctico contratar un logopeda para imitar sus dejes de habla. No creo que Él busque eso de nosotros, en el ser íntimo de cada persona reside ya la huella de Dios. No se trata de un ejercicio de imitación o de creación de estereotipos, se trata de descender en profundidad y adecuarse al patrón divino por el que hemos sido cortados.
Si Dios nos ha dado a algunos la f e y a otros no, ¿no es precisamente porque contaba con esta capacidad de transparencia para llegar a todos los demás? A menudo jugamos a los cristales tintados; como si tuviésemos miedo de recibir lo que obtuvo Cristo del mundo.
Jaime Núñez de Prado. Estudiante. Universidad Complutense de Madrid.