Jesús desea que hagamos lo posible para que todos lo conozcan, vivan en su Cuerpo y participen consciente y gozosamente en la salvación de muchos o de todos
En el Via Crucis con los jóvenes ha dicho Francisco que las palabras de Jesús en la parábola del Juicio final (“Tuve hambre y me disteis de comer…”: Mt 25, 35-36) tienen que ver con muchas preguntas, que con frecuencia resuenan en nuestra mente y en nuestro corazón, para las que no hay respuesta humana (Via Crucis con los jóvenes, Parque Blonia, Cracovia, 29-VII-2016).
«¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios, si en el mundo existe el mal, si hay gente que pasa hambre o sed, que no tienen hogar, que huyen, que buscan refugio? ¿Dónde está Dios cuando las personas inocentes mueren a causa de la violencia, el terrorismo, las guerras? ¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen los lazos de la vida y el afecto? ¿O cuando los niños son explotados, humillados, y también sufren graves patologías? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los que dudan y de los que tienen el alma afligida?»
Ante estas preguntas, propone el Papa, solo podemos mirar a Jesús, y preguntarle a él. Y entonces Jesús nos responde: Dios está en ellos. En efecto, Dios no está ausente, Dios sufre con todos ellos. Pero atención: no solamente los acompaña sino que se identifica con ellos, está unido con ellos: «Jesús está en ellos, sufre en ellos, profundamente identificado con cada uno. Él está tan unido a ellos, que forma casi como “un solo cuerpo”».
Esto es claro contemplando la vida de Jesús y especialmente su entrega en la Cruz por todas y cada una de las personas de la humanidad. No solamente cargó con nuestros pecados para liberarnos de ellos y de sus consecuencias (sobre todo la muerte eterna), sino que también cargó con nuestros dolores, con todas nuestras miserias: «Jesús mismo eligió identificarse con estos hermanos y hermanas que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las manos del Padre y, con amor oblativo, cargó consigo las heridas físicas, morales y espirituales de toda la humanidad».
Por amor a Dios Padre −que también sufre en una pasión de amor por su Hijo y por cada uno de nosotros− y a todas y cada una de las personas de todos los tiempos, Jesús cargó con todo eso, que le pesaba mucho más que la cruz. Ahí estábamos cada uno, con todo lo que tenemos y pasamos, lo pequeño y lo grande.
¿Cómo es posible esto, si sucedió hace veinte siglos? Conviene tener en cuenta que los actos de Jesús son actos de Dios. Por tanto tienen un valor infinito y una presencia permanente en el “hoy” eterno de Dios. Pascal escribió que «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo» (Le Mystère de Jesus). Así es. Ha estado, está y estará en agonía mientras haya personas −también cada uno de nosotros− que le necesitan para llevar sus miserias, sus heridas.
Y así, junto con toda la tradición cristiana, lo ve el Papa: «Abrazando el madero de la cruz, Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte de los hombres y mujeres de todos los tiempos». Tal es, ciertamente, el contenido profundo del camino de la cruz, del Via Crucis.
De esta manera la pasión del Señor se sitúa en el centro de su Misericordia y nos llama a ser misericordiosos con quienes nos rodean.
Jesús se identifica con los que sufren y quiere que nos demos cuenta de que Él está con ellos, en ellos. Si son cristianos, porque pertenecen −en distintos grados de plenitud− a su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Si no son cristianos y ni siquiera creyentes de ninguna religión, porque están llamados −ordenados de diversas maneras, dice el Concilio Vaticano II (LG 16)− a ese Cuerpo. Y porque, incluso si murieran sin haber conocido a Cristo y a la Iglesia, buscando noblemente la verdad y procurando servir a los demás, pueden salvarse en y por el mismo Cuerpo, la Iglesia; pues todo el que se salva, lo sepa o no, se salva en y por el Misterio de la Iglesia. Claro que Jesús desea que hagamos lo posible para que todos lo conozcan, vivan en su Cuerpo y participen consciente y gozosamente en la salvación de muchos o de todos.
De ahí la importancia de la oración de intercesión, de los sacrificios y trabajos, también de las cosas pequeñas y ordinarias de cada día, ofrecidas por los demás.
De ahí el deber cristiano, siempre urgente, de anunciar el mensaje del Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras, para que todos puedan conocer en esta vida la verdad del Dios-amor hecho carne que es lo que les hace libres (cf. Jn 8, 32), porque les hace participar de su plan amoroso de salvación a través de la Iglesia. Y así, para que en Cristo tengan vida, que es la vida plena, la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10).
Para identificarnos con Jesús, que está en y con los que sufren, el Papa nos invita a vivir las Obras de misericordia, corporales y espirituales:
«Ellas nos ayudan a abrirnos a la misericordia de Dios, a pedir la gracia de comprender que sin la misericordia no se puede hacer nada, sin la misericordia yo, tú, todos nosotros, no podemos hacer nada». Ahí encontramos, tocamos a Jesús mismo, que nos ha explicado ese “protocolo” por el que seremos juzgados; pues cada vez que hagamos esto con el más pequeño de nuestros hermanos, lo hacemos con él (cf. Mt 25,31-46).
Del modo en que nosotros acojamos a los heridos en el cuerpo y en el alma depende no solamente nuestra salvación eterna, sino también nuestra credibilidad como cristianos, aquí y ahora:
«Nuestra credibilidad como cristianos depende del modo en que acogemos a los marginados que están heridos en el cuerpo y al pecador herido en el alma. No en las ideas, allí».
Por eso, subraya el Papa, «ante el mal, el sufrimiento, el pecado, la única respuesta posible para el discípulo de Jesús es el don de sí mismo, incluso de la vida, a imitación de Cristo; es la actitud de servicio. Si uno, que se dice cristiano, no vive para servir, no sirve para vivir. Con su vida reniega de Jesucristo».
Y añade que los cristianos, cada uno de nosotros, son −hemos de ser− parte de esa respuesta concreta de Dios a las necesidades y sufrimientos de la humanidad, pues él quiere que seamos un signo de su amor misericordioso.
Por eso la “vía de la cruz”, que Jesús nos invita a recorrer con nuestra vida siguiendo sus pasos en el primer Viernes Santo, y que pasa por el compromiso personal y el sacrificio de sí mismo, es la vía de la felicidad:
«La vía de la cruz es la vía de la felicidad de seguir a Cristo hasta el final, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida cotidiana; es la vía que no teme el fracaso, el aislamiento o la soledad, porque colma el corazón del hombre de la plenitud de Cristo. La vía de la cruz es la vía de la vida y del estilo de Dios, que Jesús manda recorrer a través también de los senderos de una sociedad a veces dividida, injusta y corrupta».
Insiste Francisco: «La vía de la cruz no es una costumbre sadomasoquista; la vía de la cruz es la única que vence el pecado, el mal y la muerte, porque desemboca en la luz radiante de la resurrección de Cristo, abriendo el horizonte a una vida nueva y plena. Es la vía de la esperanza y del futuro. Quien la recorre con generosidad y fe, da esperanza al futuro y a la humanidad».
Jesús continúa hoy en agonía, también en sus miembros sufrientes, en todos los que sufren. Y nosotros, los cristianos y todas las personas del mundo en cuanto que están llamadas a serlo, formamos parte de las respuestas de Dios que necesitan tantas personas.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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