Hay paradojas y humor en estos dos textos autobiográficos, pero hay sobre todo un ansia honesta y poderosa de verdad
Mientras veía en directo la retransmisión de algunos sucesos de la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, esa concentración de entusiasmo, en la que no faltaron algunos testimonios personales, recordé dos textos autobiográficos que he leído más de una vez: la Autobiografía de Gilbert Keith Chesterton, y Cautivado por la Alegría (Historia de mi conversión) de Clive Staples Lewis.
Chesterton escribió su Autobiografía para explicar el porqué de su conversión al catolicismo; y Lewis escribió su libro para narrar su conversión al cristianismo, o mejor su “reconversión”, si se tiene en cuenta el relato que hace de su propia infancia y de su adolescencia.
Lewis se declara tributario de Chesterton. En un período de convalecencia en Francia, durante la Primera Guerra Mundial, leyó un ensayo de Chesterton que le gustó desde el primer momento, aunque sabía que iba a estar en desacuerdo. Después leyó El hombre eterno que fue −según declara− el libro que le influyó más, algo muy relevante teniendo en cuenta la insaciable inclinación de Lewis hacia la lectura.
Chesterton proclama que se convirtió porque quería librarse de sus pecados, y no encontró otra organización religiosa que realmente admitiera librar a la gente de ellos. Eso se relaciona con su amistad con el padre John O’Connor, un joven sacerdote irlandés, que no sólo sabía más que él del bien −cosa que podía admitir a priori−, sino que, sorprendentemente, también sabía mucho más que él del mal. “Aquel hombre me encantó, escribe Chesterton, pero si me llegan a decir que en diez años me convertiría en un misionero mormón de las Islas Caníbal, no me habría sorprendido más que si me hubieran insinuado que, quince años después, estaría haciendo ante él mi confesión general y que él me recibiría en la Iglesia a la que pertenecía”.
Lewis relata su vida buscando la Alegría y cómo un Dios, que −como escribe audazmente− tiene pocos escrúpulos, fue buscando el momento de hacérsele presente, de hacer que las escamas cayeran de su mente, hasta convertirlo en un teísta. Más tarde, mientras viajaba en el sidecar de la motocicleta de su hermano camino de un zoológico, admitió que Jesús de Nazaret era el Hijo de Dios, Dios mismo. Lewis no se incorporó a la Iglesia Católica, pero muchos católicos leen muchas de sus obras, porque en ellas encuentran algo universal.
Hay paradojas y humor en estos dos textos autobiográficos, pero hay sobre todo un ansia honesta y poderosa de verdad, la búsqueda de alguna explicación −o de “la explicación”−, la fatigosa búsqueda de una señal que diga “por aquí”.
Esteban López-Escobar Catedrático emérito de Opinión Pública. Universidad de Navarra