Unas palabras de Benedicto XVI, correspondientes a una homilía del 15 de agosto de 2007, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María, dan pie a Mons. Javier Echevarría para afirmar que este ensalzar a la Virgen trae a la memoria la fe con que san Josemaría, desde 1951, repitió Cor Mariæ dulcissimum, iter para tutum, acogiéndose a su intercesión.
Se refiere también al texto de la Antífona de entrada de la Fiesta de Santa María Reina, el próximo día 22, palabras llenas de contenido que, sin embargo, no alcanzan a expresar la grandeza de la Madre de Dios, y manifiesta su admiración al contemplar, en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario, que, a María, “el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo. Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo”(Santo Rosario).
Como a la Virgen le corresponde el título de Maestra de todas las virtudes, sugiere: ¡Qué buena ocasión nos ofrece este mes tan mariano, dentro del Año jubilar de la misericordia, para pedirle que nos obtenga de su Hijo un aumento grande de esta virtud en nuestra conducta personal!, y pasa a comentar el relato de una escena encantadora de la vida de la Virgen: la visitación a su prima santa Isabel con palabras del Santo Padre Francisco en su homilía en Santa Marta, el 31 de Mayo de 2016: «Estas dos mujeres se encuentran y lo hacen con alegría: ¡ese momento es toda una fiesta! Si aprendiéramos este servicio de ir al encuentro de los demás, ¡cómo cambiaría el mundo! El encuentro es otro signo cristiano. Una persona que dice ser cristiana y no es capaz de ir al encuentro de los demás, no es totalmente cristiana. Tanto el servicio como el encuentro requieren salir de uno mismo: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona».
Continúa Mons. Echevarría su Carta pastoral comentando una obra de misericordia: ‘sufrir con paciencia las adversidades’, tanto las que provienen de nuestros propios límites, como las que proceden de fuera, para lo que sugiere: Mantengamos una plena confianza en la misericordia del Señor que, de todos los acontecimientos, sabe sacar el bien. La paciencia crece también como uno de los frutos más sabrosos de la caridad con el prójimo, por lo que, afirma, la misericordia nos ha de conducir a vivir cara hacia los demás con paciencia, también cuando se muestran inoportunos. Todos arrastramos defectos, aristas en el carácter y, aunque no lo busquemos voluntariamente, muchas veces provocamos roces que hieren a los demás: a los miembros de nuestra familia, a los colegas de trabajo, a los amigos, en los momentos de crispación que pueden sobrevenir, por ejemplo, en los atascos del tráfico ciudadano... Todas esas ocasiones nos facilitan una oportunidad para hacer grata la vida a los demás, no guiándonos por un carácter desordenado.
Conllevar con paciencia los defectos de los demás, afirma, nos invita a procurar que esas carencias no nos condicionen a la hora de quererles: no se trata de quererles a pesar de esas limitaciones, sino de quererles con esas limitaciones. Es esta una gracia que podemos pedir al Señor: no detenernos ni justificar nuestras malas reacciones ante las diferencias con los demás que nos disgustan, porque cada una, cada uno, posee siempre mucha más riqueza, más bondad que sus defectos.
Y anota el Prelado lo que san Josemaría sugería en una meditación en el año 1937: “Vamos, pues, a esmerarnos en el cumplimiento de todos nuestros deberes, hasta de los que parecen menos importantes; vamos a aumentar nuestra paciencia en las contradicciones de cada instante, a cuidar los pequeños detalles. Hemos de hacer más vigoroso nuestro esfuerzo por mejorar; para eso, respondamos a Dios en las pequeñas luchas en que Él nos espera. ¿Por qué quedarse resentidos en los roces con caracteres distintos y opuestos, tan propios de la convivencia cotidiana? ¡A luchar, a vencer sobre nosotros mismos!; ahí es donde nos aguarda Dios”.
Afirma, al final de su Carta, refiriéndose a la Jornada Mundial de la Juventud recién concluida, que constituye otro motivo de dar gracias a Dios, al Santo Padre Francisco y a tantas personas que se han prodigado generosamente en su organización, y pide oraciones para que los frutos apostólicos de esos días sean muy abundantes y permanentes, acudiendo también a la intercesión de san Juan Pablo II, que precisamente en Cracovia desarrolló una parte importante de su servicio a la Iglesia y al mundo, y en Czestokowa presidió una Jornada de la Juventud, en la que también participó el queridísimo don Álvaro.
Y una petición final: meted en vuestra oración −como ya hacéis− mis intenciones por la Iglesia, por el Papa, por la Obra, por nuestros hermanos y hermanas enfermos o con dificultades de cualquier tipo, para que sepan sobrenaturalizarlas y unirlas a la Cruz del Señor, apoyados todos y todas en la intercesión segura de la Madre de Dios y Madre nuestra.