La llamada doctrina social de la Iglesia no exige en modo alguno unicidad en el plano práctico; ofrece a los cristianos principios de reflexión, criterios de juicio, orientaciones para la acción, pero sin aportar soluciones concretas
Pronto se cumplirán catorce años de la muerte prematura del historiador Francisco-Xavier Guerra. Nacido en España, se naturalizó francés en los años sesenta: sus raíces no fueron obstáculo para conseguir una cátedra de Historia moderna y contemporánea nada menos que en La Sorbona. Sentí mucho que su brillantez humana e intelectual no le sirviera para ganar la guerra contra el cáncer, él que tantas batallas había vencido.
Recuerdo algunos paseos dominicales por el Retiro madrileño, en sus viajes desde París, cuando estaba en plena forma, al final de los setenta. Por entonces en España se consolidaba la democracia. Y en las universidades europeas se abandonaba el marxismo, aunque tardaría una década en caer el Muro de Berlín y la URSS: dicen que los elefantes mueren de pie. Pero dentro de la Iglesia católica aún gozaba de cierto aprecio la teología de la liberación, que empleaba una filosofía agotada como instrumento de análisis social previo a la evangelización. También hoy son bastante claras, intelectualmente, las falacias de ese planteamiento, magníficamente expuesto en su día por un antiguo comunista, François Furet, uno de los maestros en La Sorbona de Xavier Guerra.
En mis conversaciones con él, buscaba luces para mi trabajo cultural en tiempos de transición. Pensaba ingenuamente en el nacimiento de alternativas europeas para la interpretación del mundo. Pronto me hice cargo del apagón intelectual que se avecinaba, en parte derivado de la gran desilusión por el fracaso de falsos compromisos. No se preveía la prevalencia de nuevas escuelas, sino más bien la tendencia hacia un historicismo académico, nutrido de grandes dosis de individualismo. Así ha sido, me parece.
En ese contexto cultural, pensando en la nueva evangelización −comenzaba a abrirse paso de la mano de Juan Pablo II−, quedaba patente la radical importancia de la ejemplaridad de vida de los creyentes, y de su capacidad de dar razón de la propia esperanza −según la expresión de san Pedro−, en las circunstancias familiares y sociales de cada uno. Tal vez nos influía a los dos −y mucho− la enseñanza del futuro san Josemaría sobre el “apostolado de amistad y confidencia” y el modo de vida de los primeros cristianos en un mundo pagano.
Todo esto me viene a la cabeza cuando advierto −quizá por aprensión o prejuicio− cierto rebrotar del clericalismo, en textos o comportamientos relativos a la presencia de los creyentes en la vida pública, dentro de la actual crisis cultural y ética. Los primeros cristianos, perseguidos injustamente, no dejaban de rezar por gobernantes idólatras. Y difundían la fe con don de lenguas, en la estela del discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. Basta pensar en los cónyuges Áquila y Priscila explicando a Apolo la realidad del Espíritu Santo...
A la expansión de la fe en Europa contribuyeron, en gran medida gentiles conversos, que seguía cada uno en su oficio −incluida la casa del César− y en los lugares en que les había llegado el bautismo, a veces con toda la familia. Pronto cesó la comunidad de bienes de Jerusalén. Sólo tenían en común la oración y la fracción del pan. Daban a Dios lo que era de Dios, y al César lo que era del César. Con el tiempo, se cometerían errores, y muy importantes, que llevarían a serios conflictos públicos, como las guerras de las investiduras. No es necesario extenderse, porque Juan Pablo II dio cuerpo a un gran sentido de reconciliación y perdón, desde la memoria histórica, en el año jubilar del cambio de milenio.
La llamada doctrina social de la Iglesia no es una ideología, sino parte de la teología moral católica. No exige en modo alguno unicidad en el plano práctico. Ofrece a los cristianos, especialmente a los laicos −protagonistas de la transformación del mundo−, principios de reflexión, criterios de juicio, orientaciones para la acción. Pero sin aportar soluciones concretas, como enseña el Concilio Vaticano II sobre la autonomía de las realidades temporales. La búsqueda pluralista de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, a la que llama el papa Francisco, exige competencia técnica, capacidad creativa, y mucho espíritu de libertad.
Lo repitió Benedicto XVI, en grandes discursos y en documentos magisteriales como Deus caritas est, y sobre todo Caritas in veritate, de 2009. En esta confirma una tradición: la doctrina social de la Iglesia se ha ido construyendo poco a poco a lo largo de la historia en función de acontecimientos y del conjunto de la evolución social. Refleja la profunda libertad del juego de naturaleza y libertad, de ley y conciencia, de fe y razón. La coherencia de vida influirá de veras en la sociedad civil, más allá de normas jurídicas perecederas, fruto quizá de la incongruencia de tantos políticos que dicen unas cosas y hacen otras, y aumentan así el creciente descrédito de oficios de cierta dignidad y nobleza en otros tiempos.